—Eres tan rara —soltó de golpe.
—¿Ah, sí?
—La gente dice que te gusto —respondió Carsen con evidente incomodidad, incapaz de creer lo que estaba diciendo. Esperó una respuesta, pero al ver que ella permanecía en silencio, añadió nervioso—: Pero si de verdad fuera así… no me tratarías de esta manera.
—¿A qué te refieres?
—No te importo, casi nunca sonríes, nunca te alegras de verme y… me encuentras molesto… —murmuró Carsen, mientras pateaba el suelo con la punta del pie.
Inés replicó al instante: —Deja de murmurar y habla claro.
—Esto… es un buen ejemplo.
—Y termina lo que tengas que decir.
—Este también.
Carsen ahora parecía completamente derrotado. Nadie que guste de alguien lo trataría con tanta dureza. —Rara. Simplemente rara.
—¿Es raro que me gustes?
—No, tú eres la rara —replicó Carsen con firmeza y, con las mejillas enrojecidas, volvió a preguntar—: ¿Tú… tú gustas de mí?
Sin embargo, Inés simplemente se encogió de hombros, con una expresión indescifrable en el rostro.
Al verla, Carsen no pudo evitar fruncir el ceño. ¿Y eso qué se supone que significa? —Entonces… ¿eso quiere decir que te gusto?
—No habría aceptado casarme contigo si no fuera así.
Su respuesta resultaba bastante enigmática, aunque en ese contexto sonaba positiva. Carsen sintió una extraña satisfacción recorrerlo, antes de cuestionarse por qué se sentía complacido con aquella respuesta; ya no sabía qué pensar.
—La gente dice que eres demasiado joven para comprender la importancia del papel de la consorte del príncipe heredero. Y que me elegiste a mí en lugar de a él solo porque tengo una cara bonita —dijo Carsen cada palabra en voz alta y clara, sin una sola pizca de duda.
Inés apoyó la barbilla en la palma de la mano y lo observó un rato antes de admitir con total naturalidad: —Tienes razón. Pensé que eras guapo. A todo el mundo le gusta un rostro bonito.
—¿Entonces te gusto por mi apariencia?
—Sí, me va a ser útil.
¿Útil? ¿Qué soy, una herramienta? Mil preguntas cruzaron por la mente de Carsen, pero no pudo formular ninguna; solo se quedó mirando a Inés. Ella volvía a mostrarse desinteresada, a pesar de que un momento antes había dado una respuesta bastante profunda.
Lanzándole una mirada fulminante a Inés, que ahora pasaba las páginas de su libro con un leve ceño fruncido, Carsen pensó para sí mismo: un rostro bonito en la niñez se convierte en uno atractivo en la adultez.
Su rostro ya era perfectamente simétrico sin importar el género, pero sabía que de adulto sería deslumbrantemente apuesto, pues ya mostraba rasgos varoniles heredados de su padre y de su abuelo.
Ya veo… Si ese era el caso, el potencial de su apariencia era algo que su prometida podría considerar útil para el futuro. Aun así, ¿cómo puede decir que una persona puede resultarle útil?
—Que me seas útil… Eso es algo bueno, ¿no?
—Sí, por supuesto.
—Entonces, ¿eso quiere decir que te gusto?
—Digamos que sí.
—¿Y aun así eres grosera conmigo? ¿No piensas ser más dulce o más amable?
—¿Y por qué habría de hacerlo? ¿Qué tienes tú que yo no tenga?
¿Acaso ella lo tenía todo? Carsen se quedó mirando a Inés con la mente en blanco por un instante antes de responder: —Quiero decir… dijiste que te gusto, así que, si quieres que yo también…
—No, no es eso. Para nada, Carsen. —Inés negó con firmeza y continuó—: No necesitas que yo te guste. No necesito que tú me gustes, Carsen. De eso se trata el amor. Nunca debes esperar nada a cambio.
Lo que ella decía no sonaba en absoluto a amor, pero Carsen ya la escuchaba con toda seriedad.
—Entonces… ¿dices que te gusto, pero que yo no necesito gustar de ti?
—Sí, exactamente eso estoy diciendo.
—Y… ¿me amas?
Inés volvió a encogerse de hombros sin responder, como si quisiera que él mismo descubriera la respuesta.
Debe de ser demasiado tímida para admitirlo… Por mucho que actuara con firmeza y dureza, Inés no dejaba de ser, al final, una chica tímida. El espejo al otro lado de la habitación reflejaba medio rostro de cada uno, pero Carsen solo se fijó en su mitad y pensó: Tengo un rostro que cualquiera no puede evitar amar.
—Pero sigo sin entender. Dices que te gusto, pero no lo demuestras en absoluto.
—Los nobles refinados de los Grandes de Ortega no deben expresar emociones sensibles o personales. Asegúrate de anotarlo en algún lado.
—¿Entonces significa que estás ocultando a propósito lo que sientes por mí?
—Así es.
—¿Estás segura de que no me elegiste aunque en realidad no te gustara?
—Sí, segura. ¿Por qué haría algo así?
Inés estaba aceptando todo lo que Carsen decía, aunque a la vez parecía un poco desconcertada. Era como si le sorprendiera lo lógico que él se estaba mostrando al tratar el tema. En otras palabras, parecía no estar preparada para una conversación así, porque siempre había pensado tan poco de él.
Sin embargo, Carsen era demasiado joven en ese momento para notarlo; estaba demasiado ocupado intentando ocultar el rubor de sus mejillas.
Durante los seis agitados años que había vivido hasta entonces, Carsen siempre había estado rodeado de confesiones de amor, atenciones obsesivas y un afecto desmedido. Por eso, que una chica le dijera que le gustaba no era nada nuevo; lo había experimentado una y otra vez. Sentirse tímido por cosas así era, en esencia, cosa del pasado.
Pero ¿por qué me siento así de nervioso? Inés Valeztena de Pérez no es tan bonita, ni amable, ni tierna… ¿entonces por qué? ¿Por qué me sonrojo por una confesión de una chica tan común como ella?
—Recuerda siempre esto, Carsen Escalante.
—¿Recordar qué?
—Que me gustas muchísimo, muchísimo. —Lo dijo como si quisiera lavarle el cerebro, grabando esas palabras en su mente. Me gustas, ¿entendido? Asegúrate de no olvidarlo jamás.
Carsen asintió con cuidado, aceptando sus palabras, aunque todavía miraba a Inés con una curiosidad extraña, como si estuviera hechizado.
Si quiere lavarme el cerebro, ¿no sería mejor que lo hiciera para que yo gustara de ella? Este pensamiento cruzó fugazmente por la mente de Carsen, pero sabía que Inés no era una persona astuta ni calculadora. A veces actuaba como una adulta de mal genio, pero no dejaba de ser una niña al fin y al cabo.
Carsen decidió que, por ahora, no necesitaba enseñarle esos trucos. Mejor dejar que conservara su ingenuidad. Debió de haber pasado momentos difíciles tratando de ocultar lo que sentía por mí. Era evidente que había tenido que ejercitar su paciencia una y otra vez para poder actuar con tanta dureza hacia alguien de quien estaba profundamente enamorada.
Se dio cuenta de que no necesitaba sentirse intimidado si aquella actitud condescendiente no era más que una manera de ocultar sus sentimientos hacia él.
Y, desde el momento en que Inés confesó lo que sentía, dejó de ser diferente a las cientos de chicas comunes que en el pasado le habían declarado su afecto. Siempre había sido única y distinta, porque lo eligió para después marginarlo, tratándolo como si fuera menos que ella en un mundo donde todas las demás chicas eran dulces y amables con él… pero eso ya no volvería a ser así.
Sí, acabarían casándose, pero nunca más se dejaría arrastrar por sus palabras ni por sus exigencias. Nunca más…
—¿Puedes traerme ese cojín de la mesa de allá, Carsen?
Carsen reaccionó de inmediato, casi por reflejo, pero se detuvo en seco. —¿Dónde está tu doncella?
—Acaba de irse.
—Que lo traiga ella cuando regrese…
—Pero no está aquí ahora. Y tú eres mi prometido. —Inés dejaba en claro que Carsen debía hacerlo en su lugar.
Carsen no sabía qué hacer con sus mejillas encendidas. Si se hubiera detenido un instante más a procesar lo que Inés acababa de decir, habría comprendido que ella no lo veía distinto de una doncella. Sin embargo, estaba demasiado ocupado tratando de ocultar su rubor mientras atendía, con premura, a las distintas peticiones de Inés.
En cuanto le entregó el cojín, ella quiso otra cosa, y enseguida le siguió otro encargo más. Supongo que es un poco tierno que dependa de mí lo suficiente como para pedirme todas estas cosas… pensó Carsen para sí.
***
El Carsen Escalante de veintitrés años estaba sentado en una silla, observando la habitación de su prometida. No puedo creer que alguna vez pensé que era tierna. ¿Depender de mí? Tonterías. Nunca dependió de mí. Entrar en la habitación de Inés le había hecho revivir con nitidez sus recuerdos de infancia.
Me pregunto cuándo fue la última vez que estuve aquí… Ah, cierto. Había sido a los veinte años, recién graduado de la academia militar, a punto de recibir su comisión en las flotas costeras de la ciudad portuaria de Calztela. Y recordaba haber pensado lo mismo que pensaba ahora: ¿el tiempo solo se congela en esta habitación?
La habitación de Inés realmente parecía haberse detenido en el tiempo. Seis, diez, catorce, diecisiete, veinte, y ahora veintitrés… La estancia nunca cambió en todos esos años, al igual que la rígida expresión de Inés.
Era extraño. ¿Cómo podía ser que una futura duquesa de seis años y una futura duquesa de veintitrés, con la boda ya a la vuelta de la esquina, tuvieran exactamente los mismos gustos, hasta en los muebles más pequeños y el color de las cortinas?
Sin embargo, no se trataba de que la Inés adulta conservara las preferencias infantiles que tenía a los seis. Ya era adulta cuando tenía seis. Espera, no… Recordándose a sí mismo que iba a ser su esposa, decidió darle el beneficio de la duda y creer que, en realidad, siempre había tenido gustos maduros.
Siempre había sido extraña. El día que la conoció por primera vez, el instante en que lo eligió y el momento en que le dijo que le gustaba… al recordar todo, ninguna parte de su relación había sido normal.
Carsen volvió a mirar alrededor de la habitación con la esperanza de notar algo diferente, pero no había un solo rincón que hubiera cambiado respecto al pasado. Esto no era del todo increíble si se tenía en cuenta que la habitación simplemente reflejaba lo aburrida que era su dueña, pero Carsen estaba buscando activamente algo. Buscaba algo, cualquier señal que indicara que ella había cambiado de opinión.
Traducción: Lysander
El anillo roto: Este matrimonio fracasará de todos modos
¿Tienes más de 18 años?