***
Una vez que llegaron a un pasillo alejado de su estudio, Inés dijo: —Ya puedes soltarme.
—Pero hace un momento dijiste que estabas mareada.
Inés apartó con brusquedad la mano de Carsen. —Sabes muy bien que nada de eso era cierto.
Carsen echó un vistazo hacia atrás, por si Óscar los seguía, antes de preguntar con nerviosismo: —¿Y si el príncipe heredero te ve?
Había sido buena idea no terminar la frase con un “caminando tan campante por tu cuenta”, porque Inés ya lo miraba con ojos llenos de fastidio.
—¿Y a mí qué?
Era una observación justa, considerando que Inés había fingido descaradamente un mareo repentino y le había pedido ayuda a Carsen sin mostrar el menor signo de sufrimiento o dolor en el rostro. Caminar sola, lejos de la vista del príncipe heredero, era lo de menos entre sus problemas.
Aun así, Carsen no pudo evitar preguntar: —¿Acaso en tu mente no existe el concepto de mañana? De haber conocido la palabra “estabilidad”, también le habría preguntado si no le preocupaba la estabilidad de su familia.
Sin embargo, Inés respondió con indiferencia: —Hablar con la Casa de Valeztena por un asunto tan insignificante solo sería una vergüenza para la familia imperial.
Supongo que sí sería una vergüenza, pensó Carsen al recordar la expresión de rechazo en el rostro de Óscar. Como una de las familias más poderosas entre los Grandes de Ortega, la Casa de Valeztena no era precisamente alguien a quien la familia imperial pudiera condenar por una simple riña entre dos niños.
—En realidad, es bastante vergonzoso. Además, fue tu primo quien insistió en atormentarme, no al revés. Si alguien llega a hablar con mi mamá o mi papá de esto, voy a anotar palabra por palabra todo lo que el príncipe heredero soltó… —De pronto, una sombra oscureció el semblante decidido de Inés; era evidente que había recordado con claridad la grandilocuente propuesta del príncipe heredero.
Esto hizo que Carsen arrugara el rostro con un leve gesto de repulsión. ¿Alas, dijo…?
Inés se tomó un momento para recomponerse y continuó: —Y también enviaré una carta anónima al Mendoza Times. El príncipe heredero no tendrá nada con qué atacarme.
—¿Una carta anónima? —preguntó Carsen, entornando los ojos ante una palabra que jamás había escuchado.
—Ugh, olvídalo. ¿Para qué me molesto en hablar de esto contigo?
El hecho de que Inés estuviera dispuesta a poner en palabras lo que normalmente despachaba con una expresión arrogante en el rostro demostraba que, al menos ese día, estaba siendo excepcionalmente amable con Carsen.
Carsen decidió conformarse con la idea de buscar aquella palabra nueva en casa más tarde y la siguió hasta su habitación sin ofenderse; ya había perdido el momento adecuado para preguntar si podía marcharse.
—En fin, lo único que necesitas recordar al hablar con el príncipe heredero —dijo Inés mientras se arrancaba el anillo del dedo—, es esto: conocer el momento vergonzoso de alguien puede ser extremadamente útil a la hora de tratar con esa persona. Si el príncipe heredero vuelve a meterse contigo, recuérdale lo que pasó hoy.
Para entonces, ya había perdido por completo el interés en Carsen y caminaba de un lado a otro entre su escritorio y la consola, ocupada en sus propios asuntos.
Carsen se quedó en silencio mientras miraba torpemente la habitación de su prometida. Por alguna razón, se sentía un poco avergonzado de estar allí, aunque era un tipo de vergüenza distinto al que Inés había mencionado.
—Agua, por favor, Bella.
Una sirvienta apareció de la nada cuando Inés la llamó y trajo una gran palangana llena de agua; claramente era para lavarse las manos.
Inés comenzó a frotarse las manos con mucho entusiasmo, quizá incluso de manera agresiva. Ahora que Carsen lo pensaba, era la primera vez que veía a Inés lavarse las manos. Al notar que ella no lo estaba mirando, aprovechó para observarla con más detalle.
No es tan bonita… Tal vez se veía un poco linda al dedicarse con tanta pasión a lavarse las manos, frunciendo sus pequeñas cejas sobre la nariz. Pero, pensándolo mejor, Carsen no estaba seguro de qué significaba “linda” en el caso de Inés, porque ella nunca se comportaba como una niña tierna, ni siquiera frente a sus padres. Bueno, los niños pequeños son pequeños, y las cosas pequeñas suelen ser lindas, así que supuso que ella podía ser un poco linda, aunque fuera rara y extraña. Al final, Carsen decidió aceptar el ridículamente leve encanto de Inés.
Inés no era fea ni nada por el estilo, pero definitivamente no era lo suficientemente atractiva como para tener a alguien como él de esposo. Al mirar un espejo que estaba en la pared junto a él, Carsen pensó para sí mismo: Soy demasiado bueno para ella.
—¿Escalante?
Tal vez lo del príncipe heredero había tenido algún efecto en él. Giró la cabeza hacia Inés como un cachorro respondiendo al llamado de su maestro, antes de darse cuenta de lo poco elegante que podía haber parecido y girar todo su cuerpo con gracia hacia ella. Sintió la necesidad de mantener la compostura, considerando que estaba pensando en su matrimonio, sin importar lo mucho más atractivo que era que Inés.
—Ven aquí.
—Sé que estamos comprometidos, pero aún así no debería andar por la habitación de una dama libremente antes de casarnos…—
—Tienes solo seis años, Escalante —dijo Inés con un suspiro, como si ella misma no tuviera seis—. Nadie dirá nada aunque duermas en mi cama.
—¿Entonces puedo?
—¿Te has vuelto loco?
—Yo tampoco quería —Carsen retractó rápidamente lo que había dicho y se acercó a Inés, casi hipnotizado por el movimiento de su mano.
En ese momento, la sirvienta entró con una nueva palangana.
Inés señaló la palangana con la barbilla. —Lávate las manos.
—¿Por qué? —preguntó Carsen.
—Cualquiera que entre a mi habitación debe estar limpio.
—Pero… ya estoy por irme. —Aunque sus palabras eran de protesta, sus manos ya estaban en la palangana. Por alguna extraña razón, no podía evitar hacer todo lo que ella le decía.
Ante eso, Inés respondió sin emoción: —Tu primo todavía está en la mansión Valeztena, así que tienes que quedarte conmigo.
Inés, que veía a su prometido como nada más que un escudo y había degradado al príncipe heredero al nivel de tu primo, tomó suavemente un paño seco de su sirvienta. Luego, negó con la cabeza con firmeza y señaló de nuevo la palangana con la barbilla al notar que Carsen intentaba secarse las manos tras un lavado más bien descuidado. —Lávalas bien.
—¿Qué eres, la duquesa?
—Solo hazlo. Me gusta que todo esté limpio.
Quiso decir que sus preferencias no le importaban, pero por alguna razón tampoco quería pasar por el suplicio de discutir con ella.
Tan confundido como estaba, Carsen se lavó las manos con entusiasmo hasta que cada centímetro de ellas estuvo limpio, antes de extenderlas hacia ella. —Aquí.
Quería el paño, pero lo que cayó sobre sus palmas fueron las manos de Inés.
Lo que pasó después sorprendió aún más a Carsen. Inés lo ayudó a secarse las manos, aunque parecía hacerlo porque no confiaba en que él pudiera hacerlo bien por sí mismo.
Carsen sintió que sus orejas se le encendían como fuego. Su madre, enfermeras y sirvientas le habían secado las manos innumerables veces, pero nunca se había sentido tan avergonzado como ahora. Preocupado de que sus ojos se cruzaran con los de Inés, Carsen bajó la cabeza rápidamente.
Sus manos eran pequeñas, pero las de ella eran aún más pequeñas. Aunque era bastante hábil en secar cada rincón y espacio entre sus dedos, seguían siendo las manos de una niña.
Había bajado la cabeza para evitar mirar a Inés a los ojos, pero al mirar sus diminutas manos blancas, sintió que no debería mirar nada en absoluto.
Era la primera vez que observaba tan de cerca la mano de Inés, y mucho menos la mano de cualquier otra chica. Todo le resultaba confuso porque demasiadas cosas estaban pasando por primera vez, y todas al mismo tiempo.
Carsen mantuvo la cabeza agachada hasta que Inés terminó su tarea y claramente se alejó de él, antes de reunir el valor para mirar nuevamente.
—¿Qué pasa, Escalante?
Ni siquiera es tan bonita.
—Antes no me llamaste por mi apellido. Carsen se sorprendió de lo triste que sonaba su voz, aunque no fuera intencional.
Sentada en el sofá justo debajo de la ventana, Inés mostraba una sonrisa inesperada. —¿Quieres que te llame por tu nombre? Pensé que no te caía bien.
—Eso no es cierto.
Dos veces. Carsen negó los comentarios de Inés en dos ocasiones: primero, al negar que quisiera que ella lo llamara por su nombre de pila, y segundo, al negar que no le agradara.
Sin embargo, Inés no parecía importarle en lo más mínimo y se encogió de hombros mientras decía: —Dijiste que no querías casarte con Inés Valeztena de Pérez y lloraste.
—¡Yo nunca lloré!
Pero sí lo hizo. Lloró el día en que Inés lo señaló por primera vez con el dedo.
—Volviste a llorar cuando supiste que tendríamos que vivir juntos para siempre. Y otra vez, cuando te dijeron que tendríamos que tener hijos…
—Basta. —Las orejas de Carsen ahora estaban más rojas que manzanas maduras.
¿Por qué soy yo el que se siente avergonzado? Hoy no había sido un buen día. Todos con los que se cruzaba lo habían molestado y burlado. Probablemente por eso estaba teniendo estas extrañas sensaciones.
—Está bien. Te llamaré por tu nombre, Carsen.
Al escuchar eso, las mejillas de Carsen se pusieron color manzana. Se sentía patético, como si se hubiera convertido en un monje joven que nunca había hablado con una chica antes. Debe haberme poseído algo realmente extraño.
Al notar que lo miraba con confusión y nerviosismo, Inés golpeó casualmente el asiento junto a ella. —Ven aquí. Era la misma voz que usaba para llamar a un cachorro, pero esta vez no era fría ni insensible como siempre.
Carsen se acercó a Inés con pasos rígidos y se sentó a su lado, aunque ella ahora estaba ocupada hojeando un libro, como si hubiera olvidado que le pidió que se sentara junto a ella.
Con toda sinceridad, Carsen nunca había sido tratado así antes; al menos en los seis años que podía recordar. Solo Inés, Inés Valeztena de Pérez, podía tratar a alguien de esta manera.
Traducción: Lysander
El anillo roto: Este matrimonio fracasará de todos modos
¿Tienes más de 18 años?