El anillo roto: Este matrimonio fracasará de todos modos - Capítulo 5

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Como era de esperarse, Inés no recibió con agrado la llegada de Carsen y Oscar. Al no haber habido ningún aviso, los Valeztena no habían preparado nada para el príncipe heredero. Oscar, en cambio, no estaba acostumbrado a llegar a ningún lugar sin que lo esperara un banquete. El duque Escalante incluso había organizado una fiesta de una semana entera solo para recibir a su sobrino.

—Insolencia. Pura insolencia —chasqueó Oscar con la lengua. Había aprendido esa palabra apenas unos días antes, y no desperdició la oportunidad de lucir su vocabulario frente a Carsen.

Cuando Carsen negó con la cabeza en silencio, Oscar giró bruscamente hacia él. Carsen apenas alcanzó a recomponer su expresión a tiempo. Oscar parecía tener una habilidad inquietante para detectar cuando alguien pensaba mal de él. Según el duque Escalante, aquello era un rasgo digno de un emperador ejemplar, pero Carsen dudaba profundamente de la opinión del duque en ese tema.

Para evitar tanto a su prometida como a su primo, Carsen desvió la mirada hacia la ventana. Ante él se extendía la mansión Valeztena. Sus jardines tenían una belleza distinta a los de los Escalante, una grandeza y un lujo propios. Carsen no se interesaba demasiado por los jardines, pero supuso que debía prestarles algo de atención si quería tener temas de qué hablar con los adultos.

—Disculpo la falta de preparación. No hemos dispuesto lo necesario para su llegada —dijo Inés, haciendo un gesto a su doncella y limpiándose los dedos en el paño que esta le tendió—. Las costumbres dictan que Su Alteza nos brinde al menos una semana de aviso, pero aquí estamos, aun así. Habéis decidido honrarnos con vuestra presencia, pasando por alto todas las tradiciones y formalidades —concluyó con frialdad.

Su descarada rudeza tomó a Carsen por sorpresa. Inés no parecía tener la menor intención de disculparse con el príncipe heredero por no estar preparada; al contrario, lo culpaba a él mismo por no haber enviado aviso con antelación. Por más que Carsen intentara imitar a los adultos, jamás alcanzaba la misma serenidad con que Inés se desenvolvía.

—No hace falta que seas tan apenada —murmuró Oscar con tono meloso.

Carsen soltó un suspiro. Su primo no captaba en absoluto el trasfondo de aquellas palabras. Tomaba la sarcástica disculpa de Inés al pie de la letra y se mostraba satisfecho con expresiones rimbombantes como “honrarnos con vuestra presencia”. Hijo dorado como era, nunca había estado expuesto a la hostilidad disfrazada de cortesía, y por eso no la reconocía aunque se la lanzaran de frente.

Oscar solo se engañaba a sí mismo si creía que tenía la madurez suficiente para ser tratado como un adulto. Frente a Inés había encontrado a su rival: ella era tan madura que parecía un adulto atrapado en el cuerpo de una niña. De hecho, daba la impresión de detestar a los niños en general, a pesar de ser aún una.

La respuesta de Oscar no alteró en lo más mínimo a Inés. Jamás había esperado de él la inteligencia suficiente como para distinguir su sarcasmo de una verdadera muestra de cortesía. Tenía expectativas tan bajas que ni siquiera se molestó en aclarar el malentendido, pese a sus propias disculpas por no estar preparada para recibir al príncipe heredero.

—Ni mi padre ni mi madre están aquí para enmendar la situación y disponer lo necesario para acoger a Su Alteza. Ruego nos disculpe —dijo con calma.

Carsen tradujo en su cabeza aquellas palabras: ¿Por qué me molestas cuando mis padres ni siquiera están presentes?

—Oh, no se preocupe por esas formalidades, Lady Inés. Hemos venido a verla a usted, no a sus padres. Me parece que no la veía desde hacía una eternidad —respondió Oscar, con lo que él imaginaba era una sonrisa capaz de hacerla suspirar.

—Creo que nos vimos en el baile de la familia Othrono hace apenas quince días —replicó Inés con serenidad.

De nuevo, Carsen tradujo en silencio: Estás diciendo tonterías. Te vi hace muy poco, y ya fue demasiado pronto.

Carsen estaba empezando a cogerle el ritmo a esto. Aunque compartía la infancia afortunada de Oscar, había tenido bastante contacto con el sarcasmo y la hostilidad gracias a Inés. Tras pasar tres meses obligado a mantener una conversación perpetua con su prometida, había desarrollado cierta habilidad para descifrar sus verdaderas intenciones.

—Sin embargo, apenas tuvimos tiempo de hablar en aquel baile —apuntó Oscar.

—En efecto, habría sido preferible veros en un momento más oportuno —respondió ella con calma. Lo que, claramente, significaba que ahora no era ese momento.

Una vez más, Oscar no captó el sarcasmo de Inés. —Solo quería decirte que volví a leer el libro que me recomendaste hace cuatro meses, La vida de Don Juan, de Andreas de Gonzalo.

A Inés no podía importarle menos, así que se limitó a contestar: —Ya veo.

—Me descubrí inmediatamente cautivado por la historia. Las citas inspiradoras que recogí en mi primera lectura permanecieron conmigo durante mucho tiempo. Ah, mi amor por la palabra escrita es simplemente insaciable —declaró Oscar con aires grandilocuentes.

Carsen puso los ojos en blanco. Recordaba perfectamente el día en que Oscar había arrojado ese mismo libro al suelo, quejándose: “Esta tontería es tan aburrida que preferiría ver secarse la pintura, crecer la hierba o derretirse una vela.” Minutos después, se había quedado dormido en la misma página.

A pesar de destacar en sus estudios, Oscar no tenía ni una pizca de cultura en el cuerpo. Odiaba tanto la literatura que un tutor dedicado tuvo que enseñarle vocabulario avanzado que debería haber adquirido leyendo. El efecto secundario de esas lecciones era que incluso sus halagos hacia sí mismo y sus mentiras estaban repletos de palabras innecesariamente rimbombantes.

Inés, como si lo supiera, sacaba a colación la literatura cada vez que se encontraba con el príncipe heredero, como si quisiera aprovecharse de su aversión a los libros. Siempre que Oscar dejaba entrever su ignorancia, ella insinuaba su desdén hacia cualquiera que careciera de cultura, lo cual hería el orgullo del príncipe. Y aunque Oscar estaba empeñado en ser aclamado como el niño de diez años más inteligente del mundo, estaba igual de resuelto a odiar la lectura. Así, sus conversaciones no hacían más que girar en círculos miserables.

Inés respondió con el mismo desdén: —La apreciación de las artes es un verdadero signo de un caballero ortegués civilizado. La emperatriz debe de estar encantada. Una vez oí que no soportabas la sola vista de este tipo de libros, pero supongo que no era más que un falso rumor.

—¡Adoro los libros! ¡No creas en tales falsedades! —replicó Oscar con un suspiro dramático—. A este paso, toda mi lectura no me dejará tiempo para estudiar Las Disciplinas de la Corona.

Oscar enfatizó la palabra “Corona» como si quisiera subrayar a martillazos que algún día sería emperador. Su orgullo por su título imperial habría sido igual de sutil si se tatuara “Príncipe Heredero” en la frente.

Inés apenas alzó una ceja. —Eso no servirá. Me arrepiento de haberte recomendado el libro si llega a interferir con estudios tan importantes.

—No, no, para nada. Disfruto conversar sobre las artes contigo como un respiro de mis constantes estudios —replicó Oscar, carraspeando para intentar retomar el control de la conversación—. Una inteligencia abrumadora, como la nuestra, es un peso difícil de sobrellevar. Debemos tolerar la ignorancia de las masas todos los días.

Carsen no tenía idea de qué significaba “la ignorancia de las masas», pero sí sabía que Oscar estaba exprimiéndose el cerebro en busca de la palabra más impresionante que pudiera recordar. Por desgracia, cuanto más intentaba sonar inteligente, más torpe y fragmentado resultaba.

—Tu joven prometido quizá sea demasiado ignorante aún para comprender nuestras penurias… —añadió Oscar.

—No estoy tan segura de eso —interrumpió Inés.

Carsen frunció el ceño y volvió a fijar la vista en la estantería. Prefería observar cualquier mueble de la sala con tal de no involucrarse con aquellos dos.

Finalmente, Inés le dedicó una mirada. Tal vez apenas había notado su existencia después de veinte minutos de conversación, lo cual no sería nada extraño en ella.

Oscar siguió hablando, aunque Inés no se molestara en responderle. —Por eso siento un profundo alivio a tu lado. Los demás de nuestra edad, con su nivel tan básico de inteligencia, me resultan insoportables —dijo, moviendo el mentón en dirección a Carsen, como si insinuara que él era uno de esos niños frustrantes.

Inés no estuvo de acuerdo ni en desacuerdo. Simplemente mantuvo la mirada fija en Carsen.

—Sin embargo, los dos compartimos el placer de la conversación sofisticada. ¿Acaso no es así? —preguntó Oscar.

—Ciertamente, Alteza.

—Tienes apenas seis años, pero respeto tu intelecto. Encontrar a alguien que iguale mi inteligencia es un hallazgo raro y muy grato. Dudo que alguna vez vuelva a toparme con otra persona capaz de seguir el ritmo de mi ingenio.

—Lo dudo mucho —murmuró Inés por lo bajo.

—Por lo tanto, sería una insensatez arriesgarme con otra dama. ¿Por qué no habría de escoger un futuro seguro con una joven que sé que será digna de mí?

—¿Perdón? —replicó Inés, alzando apenas la voz.

—Inés Valeztena de Pérez, quiero darte la oportunidad de enmendar tu error anterior.

¿Qué demonios está diciendo? se preguntó Carsen.

—Por el honor de la familia imperial Ortegan, juro solemnemente…

—Su Alteza —intentó detenerlo Inés, pero fue en vano—.

—Inés Valeztena, te pido tu mano en matrimonio.

Un pesado silencio se apoderó de la sala. Carsen observaba el rostro de su prometida para ver cómo respondería. De algún modo, logró mantenerse serena frente a aquella impactante declaración.

—Ya tengo prometido, como bien sabes.

Oscar no parecía inmutarse. —Estoy seguro de que Carsen estará dispuesto a renunciar a su compromiso por su infinita lealtad hacia su futuro emperador.

¿Yo? volvió a preguntarse Carsen.

—La propuesta es rechazada —replicó Inés con sencillez.

—Carsen obedecerá mis órdenes. No puede negarse.

—No, me niego —Inés enfrentó a Oscar con firmeza y articuló cada palabra—. Me niego a casarme contigo.

Oscar se quedó boquiabierto, sin poder creer lo que acababa de escuchar.


Traducción: Lysander

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