El anillo roto: Este matrimonio fracasará de todos modos - Capítulo 22

 

Inés cazaba. Bueno… supongo que sí mataba animales inocentes por deporte. Pero podía culpar de eso a Luciano, que la trataba como al hermano menor que nunca tuvo. Él insistía en que lo acompañara a todas sus actividades “de hermanos”. Aun así, no podía culparlo del todo: a ella le encantaban esas cosas. Su espíritu competitivo la hacía una experta natural en el tiro y las carreras de caballos. Tenía que quedar en primer lugar, a cualquier precio, sin importar el medio. Incluso su obsesión con la belleza provenía de esa necesidad de ganar.

 

Ahora que lo pensaba, trató mal a su caballo. Aun así, pese a mi trato, mi corcel siempre me quiso. No creo que mi caballo haya deseado verme en el infierno.

 

Era cruel. Mendoza está lleno de gente repugnante que no merece mi amabilidad. Si ser amable con esa clase de gente fuera requisito para entrar al cielo, preferiría hacerme monja.

 

Cuanto más escribía, más convencida estaba de que no había cometido ningún pecado grave. Solo sintió un leve pinchazo de culpa al llegar a la parte sobre la caza, así que escribió el nombre de Luciano junto a esa línea.

 

Se acarició el mentón con la punta de la pluma y murmuró: —¿Qué fue lo que hice tan mal, tan imperdonable…?

 

La doctrina de Ortega enseñaba que todos los humanos nacían con pecado original y que la penitencia constante era el único camino al cielo. Pero a Inés nunca le interesaron los debates teológicos. Y si realmente había nacido con una deuda espiritual, creía haberla pagado ya más de una vez con sus donaciones caritativas. Ninguna de sus faltas menores debía importar.

 

Volvió a anotar sus “pecados”.

 

Golpeó a Óscar. ¿Cómo no iba a usar la violencia contra una basura como él?

 

Despreció a Óscar. ¿Cómo no despreciarlo?

 

Maldijo a Óscar. ¿Y cómo no hacerlo?

 

Le gritó a Óscar. Podría haberle hecho daño de verdad, pero me contuve. ¿Y eso también cuenta como pecado?

 

Óscar, Óscar, Óscar. Todos sus supuestos pecados giraban en torno a él. Dejó la pluma. Ver su nombre repetido tantas veces en la página la irritó todavía más. Si él era la víctima, entonces cualquier violencia estaba más que justificada. Por lo tanto, no podía recordar un solo pecado real que hubiera cometido.

 

Durante los diez años que duró su primer matrimonio, soportó las burlas de la corte imperial y cuatro abortos espontáneos. Aun así, fue una esposa devota para su asqueroso marido y cumplió con su deber como princesa heredera hasta la muerte. ¿Qué podía haber hecho tan mal? Hasta el día de su muerte…

 

La sangre se le heló. Tomó la pluma de nuevo y escribió la palabra “suicidio” en el pergamino. El sonido de la pluma rasgando el papel le taladró los oídos.

 

Se quedó mirando la palabra en silencio. El suicidio era lo único que todas sus vidas tenían en común. De pronto lo comprendió: Dios no la había condenado a este ciclo solo para atormentarla. Si estoy atrapada en este ciclo de regresión por mi suicidio, entonces…

 

Cada vez que elegía acabar con su vida, la existencia regresaba, como olas que chocan una y otra vez contra la orilla. Como si alguna fuerza divina le prohibiera morir.

 

Cada vez deseaba que todo terminara. Pero el final solo daba paso a un nuevo comienzo, como si esa decisión no le perteneciera. Se había despertado con dieciséis años después de matarse a los veintiséis. Y la segunda vez que se quitó la vida, retrocedió aún más en el tiempo.

 

¿Qué pasaría la próxima vez? Si se suicidaba otra vez, ¿regresaría diez años antes de sus seis años actuales? ¿Deambularía como un fantasma cuatro años antes de convertirse en un óvulo en el vientre de su madre? ¿Estaba condenada a repetir ese ciclo infernal hasta que dejara de quitarse la vida?

 

Inés miró a su alrededor, atónita. Apretó los dientes al ver el retrato de Óscar tirado boca arriba en el suelo.

 

Al final, Óscar sí le había dado un regalo útil: una teoría funcional… y otra razón más para odiarlo. Él fue quien la había llevado al suicidio. Primero destruyó su vida, y luego le robó el derecho a morir.

 

Y justo entonces, como una burla del destino, apareció él. —¡Inés! —la llamó Óscar.

 

Ella arrugó el pergamino con rapidez y lo lanzó debajo de la mesa.

 

El rostro de Óscar se iluminó al verla, pero la alegría se desvaneció al notar el retrato en el suelo. Se quedó boquiabierto ante su propia imagen caída. —Inés, ¿por qué mi retrato está en el suelo…?

 

Inés sintió el impulso de estrangular a aquella basura, pero recordó que seguía siendo el príncipe heredero, tanto en esta vida como en la anterior. Exhaló profundamente y respondió con calma: —No lo sé. Supongo que debió caerse solo.

 

—¿Por sí solo? —preguntó Óscar, incrédulo.

 

—Así es. Este valioso retrato representa a Su Alteza. ¿Quién se atrevería a empujar algo tan sagrado?

 

Óscar intentó recuperar la compostura. —Cierto… sí, debe de haber sido un descuido de algún sirviente. Mandé traer el retrato a tu habitación en secreto para sorprenderte. Quería que lo admiráramos juntos.

 

No podía apartar la mirada de su imagen en el suelo. Detrás de su expresión incómoda, seguro hervía de furia por el sirviente anónimo que había cometido semejante “blasfemia”.

 

Luego giró hacia Inés y le sonrió. —Quería verte antes de que descubrieras el retrato. Quería disfrutar tu expresión asombrada al contemplar mi retrato.

 

—Estoy honrada de contemplar su madurez, Su Alteza. Es increíble imaginar en qué hombre se convertirá —respondió Inés con falsa dulzura. La ironía goteaba de cada palabra, pero Óscar, tan crédulo, se tragó su sonrisa falsa sin sospechar nada.

 

Luciano, que estaba detrás de él, frunció el ceño. Seguramente había notado su falta de sinceridad.

 

Ajeno al sarcasmo, Óscar replicó: —Le insistí al pintor una y otra vez que no exagerara nada. Un retrato debe ser un reflejo de la realidad. Por eso este cuadro no contiene ni una pizca de exageración. Me amo tal como soy ahora.

 

—Por supuesto, Su Alteza. Ya es usted hermoso tal como es.

 

Óscar era un descarado. Feliz de ignorar los músculos adultos y las alas angelicales, se negaba a admitir que nada del cuadro tenía relación con la realidad. Inés no sabía si siempre había sido así de delirante o si simplemente estaba desesperado por su atención.

 

Y tenía motivos para estarlo. No sabía nada de su reciente fiebre ni de sus extraños comportamientos, salvo que había comenzado a distanciarse. Desde su punto de vista, Inés había dejado de visitarlo y de responder sus cartas. Incluso después de viajar hasta Pérez, ella lo había recibido con frialdad. Le había dicho que quitara sus asquerosas manos de encima.

 

Si cualquier otra persona le hubiera hablado así, la habría castigado por su insolencia. Pero Inés no era cualquiera. Hasta se había lavado las manos con esmero antes de entrar a su habitación, intentando borrar cualquier “malentendido” que ella pudiera tener sobre él.

 

Óscar fue lo bastante prudente como para no divulgar su conducta grosera. No quería humillarse revelando que su futura esposa le había hablado de esa forma. Mucho menos deseaba poner en riesgo su compromiso por algo tan “insignificante”. Su determinación de hacerla su esposa no vacilaba.

 

Sabía que aún debía asegurar el compromiso y que debía andar con pies de plomo. Por muy absurdo que fuera rechazar una propuesta imperial, una dama de los Grandes de Ortega tenía el orgullo suficiente como para desobedecer los deseos de sus padres. La corte imperial no se atrevería a intervenir por miedo a ofender a los Valeztena, y el duque probablemente escucharía a su única hija.

 

En resumen, todo el compromiso dependía enteramente de Inés Valeztena de Pérez.

 


 

Traducción: Lysander

 

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