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Inés fulminó con la mirada el retrato de Óscar colgado en el salón de huéspedes. Era su “generoso” regalo por haber visitado su ciudad natal. Él le había dicho que su retrato permanecería a su lado y la acompañaría para que no se sintiera sola cuando lo extrañara, bla, bla…
—Qué regalo tan horrendo… —murmuró—. Preferiría morir antes que volver a casarme con una basura como él.
Óscar debía haberse sentido muy satisfecho consigo mismo desde el principio. ¿A quién se le ocurre regalar un cuadro con su propia cara? Su rostro no era especialmente desagradable, pero tampoco una belleza digna de admirar. Sin duda, el hecho de saber lo de sus tendencias perversas había sesgado la percepción que ella tenía de su aspecto. Aun así, continuó mirando con desprecio el retrato del príncipe heredero. De algún modo, el cuadro le resultaba incluso más irritante que el propio Óscar en persona.
En la pintura, Óscar aparecía con hombros anchos y un rostro adolescente que no correspondía al de un niño de diez años. El halo de luz que rodeaba su cara y las alas de ángel a su espalda solo aumentaban el ridículo. Todo el retrato era una farsa, una oda al narcisismo en su máximo esplendor.
Por desgracia, el pintor era talentoso. El retrato guardaba un parecido inquietante con el Óscar adulto que Inés recordaba, salvo por el cuerpo. Óscar nunca fue de entrenar ni de levantar una espada; era demasiado perezoso. Durante las cacerías, el Óscar adulto apenas podía seguirle el ritmo a su prometida sin quedarse sin aliento. Por suerte, sus genes le habían otorgado una complexión decente y algo de resistencia, lo que compensaba su flojera juvenil. Aun así, ni las ropas más caras lograban ocultar sus brazos fofos y su pecho plano. Incluso si hubiera sobrevivido a su enfermedad venérea el tiempo suficiente para llegar a viejo, solo habría acabado más flácido.
Inés se burló de las pretensiones del niño de diez años que aparecía en el cuadro. Estaba segura de que Óscar jamás llegaría a parecerse a ese retrato.
En el pasado, su ambición por alcanzar su propio trono había nublado su juicio, y no había visto a Óscar como lo que realmente era. De hecho, la primera Inés habría recibido aquel regalo con alegría y lo habría acompañado con halagos sobre su generosidad y la belleza de su sonrisa. Probablemente habría dicho que el retrato bendeciría las tierras de Pérez con fertilidad. Incluso podría haber derramado unas lágrimas de emoción. Al fin y al cabo, el pequeño Óscar de diez años había viajado hasta las provincias del sur solo por ella, desafiando la voluntad de la corte imperial.
Por aquel entonces, Inés había sido lo bastante astuta como para fingir desinterés. Aunque había rogado a su padre que la llevara a Mendoza para ver al príncipe heredero, se hacía la indiferente frente a Óscar y pasaba el tiempo jugando con su hermana. Su plan funcionó: a Óscar no le gustaba el rechazo, así que hacerse la difícil solo lo motivaba a perseguirla con más ahínco. Incluso su yo de seis años sabía que ganarse la devoción del príncipe elevaría su estatus social.
Pero la Inés de ahora prefería llenarle el retrato de polvo antes que coquetear para atraer su atención. Aunque sabía perfectamente que él seguía en la mansión, no dudó en desquitarse con su retrato.
—Muere, muere, muere… Solo muérete…
Los ojos pintados de Óscar, orgullosos y brillantes, la observaban desde el lienzo mientras ella le daba otra patada. Incluso ante sus insultos y golpes, los ojos del retrato seguían rebosando amor y devoción.
Esa adoración por sí mismo debía de ser la raíz de sus futuras perversiones. Inés no podía evitar ver en cada uno de sus gestos la semilla del hombre en que se convertiría.
Levantó el cuadro y lo tiró del sofá al suelo. Intentó rasgarlo, pero el lienzo era demasiado grueso para sus pequeñas manos de seis años. Así que siguió pisoteándolo y pateándolo.
No lograba calmarse, por más que torturara el retrato. Maldito seas, Óscar… Maldito seas…
Era la primera vez que lo veía desde que se había pegado un tiro a los veintiséis años. Tal vez el impacto era tan grande porque en los cuatro años de su primera vida pasada nunca volvió a ver aquel cabello color cobre. Miraba el retrato del príncipe heredero sin poder creerlo.
Cuando se enfrentó por primera vez a Luciano tras despertar de su fiebre, fue un torbellino de emociones: rabia hacia el hombre que había matado a Emiliano, pero también añoranza por su querido hermano. Aquellos sentimientos tan opuestos la confundían; no sabía exactamente qué sentía por cada uno de ellos. Pero respecto a Óscar, sus emociones eran cristalinas.
—Qué despreciable… —susurró, aún fulminando el retrato con la mirada.
Le parecía genuinamente repugnante. Su sola existencia le resultaba insoportable.
Preferiría morir antes que agradecerle por este espantoso regalo, pensó. Después de un par de suicidios, la idea de morir ya no le parecía tan terrible. No, mejor no pensar en eso. ¿Quién sabe dónde o cuándo terminaría la próxima vez?
Por desgracia, la muerte no era el final. De hecho, sospechaba que su decisión impulsiva de suicidarse podía haber sido la causa de todo este ciclo trágico de regresiones. Esa era la explicación más razonable que tenía por ahora. Y, en su defensa, en aquel entonces no tenía otra salida.
Aunque Óscar era el origen de su furia, decidió no dejarse arrastrar por esos pensamientos. En esta vida debía actuar con más cuidado; no quería acabar dentro del vientre de su madre la próxima vez.
Se mordió el labio y golpeó el papel con la pluma. —Piénsalo bien, Inés Valeztena… piénsalo muy bien… —se dijo a sí misma, moviendo la pierna con nerviosismo. Frunció el ceño y chasqueó los dientes: los mismos mecanismos de defensa que había desarrollado durante su terrible primer matrimonio.
Si aquellas regresiones eran realmente una forma de infierno, como sospechaba, debía de haber cometido un pecado gravísimo para acabar allí. Miró fijamente el pergamino frente a ella y trató de recordar posibles causas.
Hasta donde sabía, su mayor pecado había ocurrido durante su primera regresión. Había seducido a un hombre inocente y lo había llevado a la muerte. Luego, había matado a su propio hijo con sus propias manos.
Su rostro perdió toda expresión. Recuerda, Inés. Nada de eso ocurrió realmente. Por instinto, recurrió a su otro método para sobrellevarlo: distanciarse emocionalmente de lo sucedido. Exhaló un largo suspiro silencioso y continuó reflexionando.
Su primera vida pasada ya había sido un infierno en sí misma. Tal vez sus terribles acciones formaban parte del mismo ciclo infernal. Entonces, algún pecado cometido antes de aquella vida debía de haber desatado este bucle de tormento.
Inés repasó mentalmente su vida y su primer matrimonio, enumerando sus errores.
Primero, la arrogancia. Escribió la palabra en el pergamino y inclinó la cabeza. Una persona arrogante es molesta, sí, pero no creo que eso baste para la condena eterna. Segundo, la avaricia. Pero si ese fuera el pecado, toda la nobleza de este país estaría en el infierno. Tercero, manipular a otros para su propio beneficio. Bueno, nací en una posición que lo exigía, era natural.
Solo me preocupaba por mi apariencia. Aunque desperdicié media vida frente al espejo, mi vanidad no dañó a nadie. Casi no leía… ridículo pensar que eso me condenara. El engaño… todos mienten. Jamás mentí con tanta crueldad como para merecer una condena eterna. Desprecié a mi madre… pero ella me despreció primero. Revelé el secreto del príncipe heredero… debería agradecer que aún conserva todos sus miembros.
Traducción: Lysander
El anillo roto: Este matrimonio fracasará de todos modos
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