***
La lluvia acababa de cesar.
En cualquier otro día, la calle San Talaria habría estado llena de peatones y carruajes presumiendo su riqueza. Hoy, la avenida principal de Mendoza estaba inusualmente vacía debido al clima. Solo un puñado de carretas, carruajes oficiales y algunos privados se desplazaban por la calle. La humedad se pegaba a la ropa y aumentaba la incomodidad. El carruaje de Carsen tropezaba con los charcos que salpicaban el camino.
Se quitó la chaqueta del uniforme y maldijo entre dientes al sentir cómo el carruaje se tambaleaba al pasar sobre otro charco. Tras renegar de su inútil cochero, sus pensamientos regresaron rápidamente a los acontecimientos de aquella noche. Se recostó en el asiento, dejando que su cabello rubio cayera hacia atrás. Golpeaba distraídamente el cojín mientras recordaba las palabras de la condesa Porteo la noche en que Inés los había descubierto.
—Lord Carsen, su elegante presencia no encaja con su simpleza. Estaría más indicada en un convento que en el baile imperial. Y nunca oculta su orgullo frente a las demás damas… Se sentiría disgustado si viera su arrogancia en plena exhibición.
Cualquiera con un poco de ingenio habría notado que el discreto atuendo de Inés era mucho más valioso que el collar de la condesa. Lord Valeztena no escatimaba halagos para su única hija. Pero, como había afirmado la condesa, Inés no era conocida por su amabilidad ni por tener amistades cercanas.
Que ella hubiera escuchado todo aquel chisme… Carsen se sintió abrumado por la culpa al saber que Inés lo había oído todo y luego lo había visto enredado con otra mujer.
Culpa. Una emoción completamente fuera de lugar para Carsen Escalante de Esposa. No podía sentirse culpable por aquella mujer traicionera.
La silueta de Inés estaba grabada con nitidez en su mente, pero no podía recordar la expresión exacta de su rostro en el momento en que descubrió su aventura. No era raro que bloqueara recuerdos desagradables, pero esta vez no era así. No podía recordar su rostro porque…
—Mi señor, hemos llegado a nuestro destino —anunció el sirviente, interrumpiendo los pensamientos de Carsen.
Carsen bajó del carruaje. La imponente mansión del duque Valeztena lo recibió con toda su grandeza. Era una versión más pequeña de la mansión familiar en el Ducado de Pérez. Ubicada en la cima de una montaña, ofrecía, de un vistazo, una vista panorámica de Mendoza. De hecho, su padre alguna vez había desestimado esta mansión, considerándola tan recargada que rozaba la ridiculez.
Sin embargo, Carsen apenas prestó atención al paisaje. Cada vez que pisaba los terrenos de esta mansión, estaba demasiado ocupado con la sensación de asfixia que le provocaba tener que desempeñar el papel del prometido fiel y acompañar a Inés Valeztena. Pensar en las próximas horas a su lado, o en su temible futuro con ella, le hacía atragantarse con su propia lengua.
—La señorita Valeztena lo espera en el salón de recepción.
Al escuchar esas palabras, Carsen tragó un nudo en la garganta.
A pesar de su ilustre historial de romances, creía firmemente que su promiscuidad debía terminar con su boda. Engañar a una prometida asignada arbitrariamente a los seis años era una cosa, pero no podía aceptar traicionar un matrimonio bendecido por el arzobispo de Mendoza.
Irónicamente, este sentido torcido de la moralidad hacía que al mismo tiempo esperara con ansias y temiera sus próximas nupcias. No tenía esperanzas de un matrimonio feliz, pero aun así creía que debía casarse, de forma feliz o no. Así, sentía una furia y molestia indescriptibles hacia la Inés de seis años que lo había elegido como prometido y lo había condenado a una vida de matrimonio, pero también una devoción feroz hacia la Inés de veintitrés años que pronto sería su esposa.
No habría otras mujeres después de su boda. Todas estas mujeres pronto pasarían a ser parte de su pasado. Esto significaba que debía saciarse de diversión ahora; no quería arrepentirse cuando pronunciara sus votos matrimoniales. Los recuerdos de sus múltiples conquistas tendrían que mantenerlo en pie durante la asfixiante castidad de su futura vida de casado.
Cada día lo acercaba más al momento en que él e Inés serían bendecidos por el arzobispo. Ya había hecho todo lo posible por posponer la boda: asistir a la academia militar y luego alistarse en la marina. Ahora no le quedaba ninguna carta para retrasar lo inevitable.
—Lord Carsen, por favor, pase —saludó Inés con una voz tranquila, aunque carente de emoción.
—Lady Inés —dijo Carsen, inclinándose y besándole la mano con cortesía. Un pánico inesperado y un sentimiento de culpa lo invadieron. Su prometida, de todas las personas, nunca debería haberlo visto con otra mujer.
Al levantar la vista, la mujer frente a él era la misma de siempre. Su vestido estaba abotonado hasta el cuello y su cabello negro recogido con firmeza. En general, su apariencia era sencilla y poco memorable.
Ahora, finalmente podía recordar cómo se había visto aquella noche. Incluso al descubrirlo en medio de su aventura, su mirada permaneció completamente impasible, tal como lo miraba ahora.
—Imagino que tiene asuntos que tratar conmigo —dijo ella.
—He tenido negocios con usted las últimas veces que la visité. Hace cinco días y hace dos semanas… —respondió Carsen.
—No quería que hiciera un viaje bajo la lluvia solo por mí.
La cortesía en la respuesta de Inés apenas disimulaba su desprecio por sus visitas. Después de todo, acababa de ignorar el hecho de que lo había dejado plantado dos veces en las últimas dos semanas. Aunque era la primera vez que Inés lo trataba así, Carsen debería haberlo visto venir. Cualquier prometida se habría enfurecido al descubrir a su novio con una mujer semidesnuda.
Carsen frunció el ceño.
—Inés, sé lo que debió cruzar por su mente aquella noche —dijo.
Carsen e Inés habían sido compañeros de juegos cuando eran niños. Aunque Inés no hubiera querido jugar con él ni considerarlo un “compañero” durante los últimos diecisiete años. Quizá por eso lo había condenado a una vida aburrida de casado al elegirlo como prometido en lugar de su primo, el príncipe. Intentó ahogar su culpa concentrándose en su irritación. Sí, Inés Valeztena de Pérez era la razón por la que se veía forzado a un matrimonio que nunca deseó y cargaba con una culpa que jamás pidió. Sí, ella era la razón por la que el resto de su vida sería tan monótona como la de un monje.
—No lo entiendo, Lord Carsen.
—Sabe exactamente de lo que hablo… —
—En absoluto —lo interrumpió Inés con voz obediente. Qué irónico, considerando que una mujer verdaderamente obediente nunca habría interrumpido a un lord en primer lugar.
—Inés.
—Ninguno de los dos quiere tener esta conversación. ¿Realmente necesitamos continuar? —preguntó ella.
Desafortunadamente, a Inés Valeztena de Pérez le gustaba.
Le gustaba lo suficiente como para elegirlo a él por encima de la posibilidad de obtener un título imperial, tal como se esperaba de alguien de su cuna. Había tenido varias oportunidades de cambiar su elección, pero durante los últimos diecisiete años siempre lo había elegido a él. Siempre había estado esperándolo.
Su persistencia asfixiaba a Carsen, porque él no sentía nada por ella. No tenía nada que ofrecerle más que excusas y mentiras bonitas. Esta impotencia lo sofocaba más que sus trajes simples, su rostro inmóvil o la furia que le provocaba el haberlo condenado a una vida matrimonial. Su culpa crecía con cada día que pasaba.
—Puedo explicarlo —dijo Carsen.
A decir verdad, no podía explicar nada, pero sí podía inventar excusas apropiadas. Después de todo, Inés sabía poco del mundo, pese a su actitud superior y distante. Prefería que permaneciera ignorante sobre los asuntos entre hombres y mujeres, especialmente antes de la boda. Prefería mantenerla en la oscuridad sobre su promiscuidad.
Inés se encogió de hombros antes de que Carsen pudiera articular sus excusas. —No necesito explicaciones. Mis propios ojos pudieron descifrar lo que pasó, y no me molestó lo que vi —dijo.
—¿De veras? ¿Eso es todo lo que tiene que decir? —resopló él.
—Lord Carsen.
—Estoy listo para cualquier palabra de ira que tenga para mí, Inés —respondió él.
—Pero no lo estoy —dijo ella. No parecía en absoluto airada. De hecho, esbozaba su rara sonrisa.
—Seguramente… ¿Está un poco enojada conmigo? —No podía creer a esta mujer.
—No lo estoy.
—Debe haber estado molesta conmigo, si me negó su compañía durante dos semanas.
—La lluvia lo impidió. No quería que llegara empapado y chorreando —explicó ella. Carsen pudo percibir la sinceridad en su desagrado por recibir a un invitado mojado en su casa, aunque, por lo demás, parecía completamente impasible.
Un suspiro cansado escapó de Inés. —Esta conversación prolongada se está volviendo aburrida muy rápido. Para ser justos, nunca fuimos una pareja muy charlatana. ¿Debo recordarle quizás que ella no fue su primera mujer? Y, muy probablemente, tampoco la última.
Carsen guardó silencio.
—¿De verdad pensó que sería tan ingenua como para no darme cuenta de su promiscuidad? —preguntó ella sin parpadear. Su voz, tranquila y familiar, lo transportó a su infancia, cuando alguna vez habían sido compañeros de juegos.
Inés era muchas cosas, pero no era tonta.
Carsen arqueó las cejas. —¿Y aun así no está enojada?
—¿Por qué iba a estarlo? Las mujeres con las que se relaciona son asunto suyo, no mío.
—Pero estamos comprometidos, Inés. Pronto seremos marido y mujer.
Una vez que las palabras salieron de su boca, Carsen se dio cuenta de que estaba yendo en contra de sus propios intereses al señalar la falla en el argumento de Inés. Se apartó el cabello del rostro e intentó calmar la ira que empezaba a notarse en su voz.
—Ese compromiso no tiene por qué limitarlo. Aún no estamos casados. Así que haga lo que desee, con quien desee. No se preocupe por mí, ni por darme explicaciones —dijo.
—Estoy impresionado por su generosidad de espíritu hacia su prometido —replicó Carsen con un tono sarcástico—. Pero, Inés, está siendo ridícula. Yo…
Inés lo interrumpió a mitad de frase. —No, no estoy siendo generosa —dijo, y sus ojos verdes se encontraron con los de él por un momento. Una brisa húmeda apartó los mechones negros de su rostro mientras abría la boca—. Simplemente no me interesan sus asuntos, Carsen Escalante de Esposa.
Esas palabras lapidarias resonaron en los oídos de Carsen, recordándole al noble de veintitrés años que estaba equivocado. A esta mujer no le interesaba en lo más mínimo.
Traducción: Lysander
El anillo roto: Este matrimonio fracasará de todos modos
¿Tienes más de 18 años?