El anillo roto: Este matrimonio fracasará de todos modos - Capítulo 18

 

***

 

No, esto debe ser un sueño. Un sueño realmente largo… Inés le pidió a su hermano que le diera una bofetada para devolverle el juicio, pero él solo sonrió y le dijo que debía de estar demasiado emocionada por la próxima ceremonia de su matrimonio. En vez de seguir suplicando a su hermano, intentó golpearse el brazo con su escopeta. Al ver eso, Luciano la sujetó y la tiró contra el árbol más cercano para detenerla.

 

Sintió el dolor. La sensación era demasiado clara y ese momento demasiado largo como para ser solo un recuerdo antes de morir. Eso significaba que no estaba soñando ahora mismo. En ese momento Luciano la miraba como si fuera una loca, pero a ella no le importaba.

 

Si no era un sueño, ¿cómo tenía todos esos recuerdos tan vivos de su yo de veintiséis años? Recordaba cómo había pasado el último año de su vida, hirviendo de rabia por Oscar. También rememoraba cada burla y cada comentario cruel de la corte imperial. Podía revocar los diez años que había pasado con Oscar. Los recuerdos más antiguos estaban un poco borrosos, pero los recientes eran claros.

 

¿Cómo podían ser tan reales recuerdos tan dolorosos y a la vez un simple sueño? No: no podía negar que había vivido otros diez años más desde la edad que tenía ahora.

 

No dejaba de tocar la cara de Luciano para comprobar la juventud de su piel de diecinueve años. Él seguía en su mejor momento cuando ella murió, pero aquel Luciano de diecinueve años era otra cosa. No lo puedo creer… ¿Luciano tiene diecinueve años?

 

—¿Qué te pasa, Inés? ¿Tomaste por accidente la medicina de mamá? —preguntó Luciano.

 

Tras regresar al ducado Pérez, ella siguió comportándose de forma extraña. No paraba de tocar a sus doncellas y de quedarse mirando sus rostros juveniles. Pateó el taburete tallado y hasta se golpeó la mano con un pesado tintero.

 

Al final, Luciano la arrastró de vuelta a su habitación y la arropó con una manta para protegerla de sí misma. Ella se quedó recostada, mirando el techo un rato.

 

De pronto llamó a su hermano. —Luciano, ven.

 

—¿Por qué…?

 

—Cállate y ven —ordenó ella.

 

Él miró a su hermana con cautela. Ella se removió y logró sacar el brazo de debajo de la manta.

 

—Inés Valeztena, ¿vas a…?

 

Tomó sus mejillas entre las manos y murmuró para sí misma: —Eres… tan joven. Tan lleno de vida, Luciano.

 

Él dio un salto y apartó el rostro. Su hermana, sin duda, estaba comportándose rara.

 

Juana, la dama de compañía de Inés, se inclinó y preguntó: —My lord, ¿cree usted que la señorita Valeztena está abrumada por la emoción por la ceremonia de su matrimonio?

 

—No veo otra razón —respondió él—. Hace apenas unas semanas no podía esperar a casarse, pero ahora se comporta así…

 

Inés hizo un gesto invitando a su doncella a acercarse. —Juana, tú también ven.

 

—Ya me toco la cara antes, mi lady —refunfuñó Juana.

 

—¿Nunca te he dicho lo bonita que eres?

 

—Bueno, me lo ha dicho muchas veces esta tarde.

 

Inés seguía embobada con la juventud de su doncella. —Tan bonita, y tan joven… Mira tu cutis fresco y la tersura de tu piel. ¿Cumples diecisiete este año?

 

Luciano le arrebató la mano en el aire y la metió de nuevo bajo la manta. —Deja de decir esas cosas, Inés. Pareces un viejo con fetiche por chicas jóvenes.

 

Aun así, Inés no podía apartar la vista del rostro de Juana.

 

En su sueño, tuvo que dejar el Ducado de Pérez cuando cumplió dieciséis y morir sin volver a ver las tierras de su familia. Cuando Oscar le levantó el velo, perdió a su gente querida, su hermoso jardín familiar y su vista favorita desde los balcones del ducado. Nunca llegó a saber qué les pasó a Juana o a las doncellas en la última década.

 

Ahora mismo, los Valeztena y todos en Pérez parecían exactamente igual. Como si la última primavera que había pasado allí se hubiera quedado congelada en el tiempo.

 

—Cierto, era primavera… —murmuró para sí.

 

—¿Qué? —preguntó Luciano.

 

—La primavera aún no ha pasado —susurró ella.

 

Luciano la miró y pensó que de verdad estaba perdiendo la razón. —Claro que sí, todavía es primavera, Inés. —suspiró—. Te casarás con el príncipe heredero dentro de cuatro meses. Partirás hacia Mendoza dentro de quince días. No puedes ponerte así-

 

—No, no lo haré —lo interrumpió.

 

—Mamá siempre dijo que los mendocinos harán todo lo posible por encontrarle faltas a la gente. Sé que tú no mereces a Oscar. Entiendo la presión que debes sentir…

 

Ella se mordió el labio y frunció el ceño.

 

Luciano vio la rebeldía en su rostro.

 

—Quizá deberíamos llamar al médico de la familia, Juana. Mírala. Obviamente no me escucha.

 

Juana notó que la ira de Inés iba en aumento. —Um, le advertiría que tenga cuidado, my lord…

 

—¿Quién no merece a quién? —gritó Inés—.

 

Se lanzó sobre su hermano y lo empujó sobre la cama.

 

Luciano ni siquiera tuvo tiempo de protestar antes de que su hermana le pegara. —¡Ay, Inés!

 

Ella le apretó la garganta y le gritó en la cara: —¡Oscar es quien no me merece! ¡Dilo! ¡Dímelo con tu propia boca! —Apenas podía respirar, Luciano no respondió. Como castigo por su silencio, ella le dio más puñetazos. Inés sentía claramente la sensación de su puño golpeando su piel. Esto… debe ser real. No tenía duda alguna.

 

De repente, en el rostro de Inés se dibujó una sonrisa mientras se levantaba de encima de Luciano. Su sonrisa resultaba escalofriante.

 

Él se quedó sin saber qué decir y solo la miró. —¿Estás… realmente volviéndote loca, Inés? ¿De verdad tomaste la medicina de mamá?

 

La sensación de golpear a Luciano era la misma que la de golpear a Oscar, de la misma forma que el peso de la escopeta en la cacería le recordaba el peso de la escopeta en el lugar de su suicidio.

 

Ambas versiones de sus recuerdos debían ser reales. Los veintiséis años de desesperación con Oscar eran tan reales como los tontos dieciséis en los que anheló ser su esposa. Tras el enésimo experimento, ahora estaba segura de este hecho.

 

De algún modo había regresado al momento antes de que su vida comenzara a derrumbarse, cuatro meses antes de su ceremonia. Esto debía ser su recompensa por tragarse el odio y elegir no hacer daño a nadie.

 

Esa oportunidad de rehacer su vida era la recompensa por su paciencia. Una bendición dada por un dios… o eso creyó.

 

Se daría cuenta de que estaba equivocada solo cuando volviera a morir por segunda vez.

 

***

 

En ese punto le quedaban cuatro meses hasta el compromiso, pero solo dos semanas hasta su viaje a Mendoza.

 

Todos desestimaban su declaración de cancelar el compromiso con el príncipe heredero como capricho adolescente. Su padre se encontraba de viaje visitando las minas en el límite de su territorio. Si le escribiera ahora, no obtendría respuesta hasta después de haber llegado a Mendoza.

 

Por desgracia, aquellos eran días en los que la histeria de la duquesa Valeztena estaba en su punto máximo. Rara vez quería ver a sus propios hijos y con Inés no era la excepción. Cuando Inés intentó hablar con su madre sobre el compromiso, la duquesa le arrojó al menos diez objetos.

 

Inés decidió probar otra táctica. En ese momento ya llevaba diez años comprometida felizmente con Oscar. No es de extrañar que los demás no se tomaran en serio su cambio de parecer. Si Luciano hubiera hecho lo mismo con su compromiso, ella misma no le habría dedicado ni un minuto.

 

Sentía la furia, el odio y el asco por Oscar tan vívidos como si fuera ayer. Bueno, esos eventos solo habían ocurrido el día anterior en la mente de Inés. Por desgracia, el Oscar de veinte años aún no era un libertino irremediable. Le faltarían dos años más antes de empezar con su vida de proxenetas, orgías y desenfreno sexual.

 

Por ahora, guardaba su virginidad por el bien de su futura esposa y llevaba una vida casi monástica. Oscar era la única persona en la corte imperial que no tenía nada que ocultar, y ella no podía arruinar su reputación todavía. Aunque anunciara que dentro de dos años se convertiría en un depravado lleno de enfermedades, nadie le creería. Dentro de dos años, algunos pocos sabrán, con sorpresa, cómo su profecía se cumplió, pero la mayoría nunca conocería su repugnante comportamiento hasta su muerte. Terminarían recluyéndola en una torre por difamar a la familia imperial, y los Valeztena perderían su ducado.

 

No quería desperdiciar esta preciosa oportunidad de revivir su vida en una pelea inútil. No veía sentido en cortarse el cuello tratando de hacer daño por venganza. Ya se había suicidado una vez para vengarse de él. No iba a repetirlo.

 

No puedo tolerar morir dos veces por culpa de ese hombre inútil —se dijo—. Pero tampoco toleraré casarme con él.

 

Su imaginación se disparó. Cuando por fin se encontrara con el inocente Oscar de veinte años en Mendoza, estaría destinada a lanzarse sobre él y estrangularlo. O a vomitar al verlo desnudo en nuestra primera noche juntos. Como mínimo, acabaría castrándolo en mitad de la noche. De una forma u otra, su furia abrumadora la llevaría a ser ejecutada.

Así que Inés tenía que volverse más astuta.

 


 

Traducción: Lysander

 

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