Este capítulo contiene descripciones de suicidio. Por favor, ten precaución antes de leer.
—Inés… por favor, vuelve en ti —suplicó Oscar.
Inés salió de su ensimismamiento y replicó: —Mis sentidos están perfectamente bien.
Oscar negó con la cabeza. —Eso no puede ser. Ahora mismo no estás pensando con claridad.
¿Cómo podía él decirle que estaba fuera de sí en ese momento? Durante los últimos diez años, su matrimonio la había llevado lentamente a la locura. En ese tiempo, tuvo cuatro abortos espontáneos en total. Cada vez, la emperatriz y la corte pública la humillaban y culpaban de la pérdida. Oscar ignoraba sus súplicas y nunca la defendía. Más tarde, incluso anunció que ella no podía llevar un embarazo a término porque su útero estaba maldito.
Cuanto más deslumbrante parecía su vida por fuera, más miserable se sentía por dentro.
Cuando por fin descubrió que eran las enfermedades venéreas en el cuerpo de Oscar las que mataban a sus fetos… Cuando recordó las tantas noches en que él se lanzaba sobre ella pese a sus protestas… Ya no pudo soportarlo.
Solo había conocido a un hombre en su vida, su esposo, pero ahora cargaba con toda la inmundicia de sus incontables aventuras sexuales. Era castigada por las acciones vergonzosas de él. Su único error había sido casarse con ese hombre.
Lo más repugnante de todo era su lujuria insaciable y egoísta. La tomaba noche tras noche, aun sabiendo que era contagioso. Incluso cuando ella estaba embarazada de su hijo, la obligaba a ponerse en cuatro. Aun cuando ella temía que el sexo durante el embarazo provocara otro aborto, ninguna súplica lo detenía. Él consideraba sus propios deseos del momento más importantes que la salud de su esposa o de su hijo por nacer. En realidad, nunca le importaron ninguno de los dos.
Oscar no planeó deliberadamente arruinarla. No era un hombre odioso, solo un hombre irreflexivo. Incluso después de que saliera la verdad a la luz, seguía repitiendo que no podía dejarla ir por amor a ella.
Una vez que Inés comprendió la verdad completa, cambió de parecer de inmediato. Qué afortunada era de no haber llevado nunca a término la semilla de ese hombre repugnante. Su hijo habría sido una maldición para el mundo. Cualquier rastro de él debía desaparecer de la faz de la tierra. Por eso ya no sentía remordimiento ni perdía el sueño por los hijos perdidos.
En efecto, estar sin hijos era una bendición disfrazada. Aunque habría amado profundamente al niño, ese niño no la habría salvado del infierno que era su vida con Oscar. Apenas podía creer que alguna vez hubiera deseado un hijo con ese hombre. Cualquier esperanza o afecto residual hacia Oscar se había aplastado una y otra vez.
Antes de enfrentar la vergüenza de ser la primera princesa heredera en morir de sífilis, encontró una forma menos vergonzosa y más eficaz de morir.
—Ahora estoy mejor que nunca —dijo—. Creo que dijiste que nadie en la corte imperial de Ortega se ha divorciado jamás. ¿Y que no podemos sentar el precedente de la primera pareja fracasada?
Bajó el arma. Nunca había planeado matarlo en realidad. No valía la pena poner en vergüenza a su familia por matar al príncipe heredero. Esta porquería ni siquiera merece el alcantarillado…
Oscar seguía vacilante y la observaba con cuidado.
¿De verdad pensaba que el divorcio era el peor resultado posible? Inés ahogó una risa y siguió explicándose: —No me quedaré en el divorcio. Haré de ti un fracaso completo, una ruina absoluta. Ahora haré de ti el primer príncipe heredero que lleva a su esposa al suicidio.
Sus ojos se abrieron de par en par, completamente sorprendido.
—Mi motivo para matarme es que odio mi vida contigo.
—Inés, no puedes hablar en serio…
—Oscar, no soporto ni un segundo más a tu lado.
Cuando salga el sol esta mañana, todos los periódicos de Mendoza tendrán la noticia de su muerte y su nota de suicidio en la portada. Ella ya había hablado con los medios. El titular diría: “La princesa heredera obligada a abandonar su vida”. El artículo expondría su vergonzosa historia ante el mundo entero. Todos en Ortega sabrían lo pervertido que era el príncipe heredero, acostándose con prostitutas sin nombre, hombres y mujeres.
Se apuntó con la escopeta a la cabeza. Por el rabillo del ojo vio cómo él se levantaba de rodillas. Qué satisfacción.
Oscar Valenza de Ortega, quien una vez fue el esposo más perfecto del imperio, pronto sería el hazmerreír del imperio.
Y así, fue como terminó quitándose la vida, por impulso.
***
La decisión de Inés de poner fin a su primera vida fue lógica y al mismo tiempo completamente ilógica.
Los orteganos eran conocidos por su impulsividad. El país tenía una larga historia de muertes y asesinatos vengativos. Varios emperadores de Ortega habían establecido un estricto código de conducta para controlar esa cultura impulsiva, pero el ciudadano promedio no tenía el autocontrol de pensar en las consecuencias de sus actos en medio del arrebato. Cuando querían venganza, la obtenían. Cuando querían matar, lo hacían. El después importaba poco. Consideraban que una vida sin una venganza cumplida no valía la pena vivirse.
Como muchos orteganos, Inés también tenía un lado impulsivo. Dicho de forma amable, era una típica ortegana “apasionada”. A pesar de esa inclinación innata, estaba lo bastante instruida para pensar en las consecuencias de sus actos.
Incluso al elegir entre acabar con su vida o con la de su esposo, pensó en las consecuencias de cada acción. Aunque su esposo merecía morir, no quería mandar a toda su familia a la horca por vengarse. Su querida familia no tenía culpa alguna. Así que decidió traer solo vergüenza a Oscar. Parecía una conclusión perfectamente lógica y ética dadas sus circunstancias.
Quizá su decisión de suicidarse fue algo impulsiva. Pero no tenía muchas otras opciones entre las que elegir. Su muerte no dañaba a nadie más. Ni siquiera la rata de alcantarilla de su esposo sufrió físicamente, aunque su reputación y su orgullo quedaron hechos trizas. Una decisión generosa, sin duda.
No esperaba nada a cambio de su generosidad. Cuando por fin cerró los ojos, lo único que deseaba era una vida pacífica en el más allá. No le quedaba mucho tiempo para pensar en otra cosa que no fuera la expresión de desconcierto en el rostro del cobarde príncipe heredero.
***
Se suponía que su cerebro iba a volar en pedazos después del disparo. Por eso nunca esperó encontrarse en medio de la zona de caza con la escopeta en la mano. El peso del arma se sentía exactamente igual que antes de morir. Por un instante, creyó que todavía estaba muriendo. Quizá su cerebro aún estaba en proceso de estallar.
Sin embargo, podía sentir claramente sus dos pies sobre tierra firme. Esto no se parecía en nada a la sensación del cañón presionando su cabeza.
Miró a su alrededor y reconoció el lugar. Era una zona de caza privada a la que solía ir con su hermano mayor, Luciano Valeztena, en el ducado de Pérez.
—Esto… no puede ser —murmuró para sí.
No había vuelto allí desde su compromiso. Bajo la estricta vigilancia de la corte imperial, nunca había tenido libertad para hacer gran cosa, y mucho menos para ir de caza con su hermano o visitar el ducado de Pérez.
Avanzó tambaleante hasta el estanque que recordaba de aquel lugar. El agua parecía más pantanosa de lo que recordaba, pero estaba lo bastante tranquila para mostrar un reflejo claro. Se colocó la escopeta al costado y se inclinó hacia la superficie.
En las aguas tranquilas, la Inés de dieciséis años la miraba desde abajo.
Traducción: Lysander
El anillo roto: Este matrimonio fracasará de todos modos
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