El anillo roto: Este matrimonio fracasará de todos modos - Capítulo 16

La historia de Inés

La vida de Inés Valeztena de Pérez terminó cuando tenía veintiséis años.

En efecto, uno suele contar los años de su vida solo después de que esta acaba. Inés tuvo el raro privilegio de saber de antemano cuándo terminaría la suya, porque decidió morir a los veintiséis años. Para ser más exactos, ella misma había puesto fin a su primera vida.

La mayoría de los detalles de aquella primera vida eran borrosos; solo conservaba una vaga impresión de lo difíciles que habían sido esos veintiséis años. Lo único que recordaba con claridad era la profundidad de la desesperación que sintió cuando apoyó su escopeta en la cabeza.

La otra imagen nítida era lo ridículo que se veía el príncipe heredero cuando ella exhaló su último aliento.

—Inés, por favor, baja la escopeta. Haré cualquier cosa por ti, lo que sea para que vuelvas a ser feliz. Soy tu esposo… Soy la única familia que tienes —suplicó él, como si no existiera su familia en el ducado de Pérez, viva y sana.

Cuando ella quitó el seguro, él cayó de rodillas. Esa misma escopeta había sido un regalo suyo, porque ella dijo que le gustaba cazar. Nunca imaginó que se convertiría en la primera presa a la que apuntaría esa arma.

—Juramos estar juntos el resto de nuestras vidas. ¿No lo recuerdas? Estás destinada a ser la próxima emperatriz de Ortega. Siempre serás mi primera… Tú lo sabes. Así que, por favor, por favor baja el arma. Piénsalo bien.

—Ya he pensado lo suficiente —contestó ella con calma.

—Claro que sí. Eres una mujer tan reflexiva, seguro que lo has meditado durante horas. Solo quiero recordarte… ¿Pensaste también en que no soy solo tu esposo, sino también el príncipe heredero? Estás apuntando un arma contra la Corona.

Ella se burló. —Su Majestad, tu padre, es la Corona.

Él balbuceó buscando palabras. —Bueno, me refería a que yo… acabaré siendo coronado. Tú también te convertirás en emperatriz y…

Ella lo interrumpió a mitad de su parloteo. —Qué bien saber que tienes tantas ganas de destronar a Su Majestad. Una forma de demostrar tu lealtad a la Corona sería terminar con tu vida ahora mismo y asegurar que su reinado continúe.

—¡Inés! No puedes matarme. ¡Matarme es como matar a Ortega! Después de todo, yo soy Ortega y Ortega soy yo —gritó él.

—Su Majestad representa a Ortega. No un hombre tan vil como tú, Oscar —lo corrigió ella.

El príncipe heredero seguía balbuceando mientras el sudor le recorría por la frente. —Sí, sí. Exactamente… salvo que estamos hablando de lo mismo. Ortega es Su Majestad, y yo represento a Ortega. Así que soy prácticamente uno y el mismo que mi padre.

Ella volteó los ojos ante su lógica absurda. —Tres en uno, como la Santísima Trinidad, supongo —escupió con sarcasmo.

—¿Qué estás…? No importa. No estás en tu sano juicio, Inés. Por favor, cálmate. Piensa en lo que es mejor para ti y para los Valeztena.

Después de años de actuar altivo y todopoderoso, el príncipe heredero Oscar Valenza le suplicaba clemencia al final de su escopeta. Aquella imagen patética casi hizo que olvidara cuánto lo odiaba.

Oscar se amaba a sí mismo. De hecho, siempre se amó más que a cualquier otra cosa. Se angustiaba durante días por un simple rasguño y trataba su cuerpo como si fuera una delicada escultura de porcelana.

La única cosa que priorizaba más que su cuerpo era su reputación. Aunque quedó completamente sorprendido el día en que Inés lo abofeteó y le dio una patada en las espinillas*, jamás se lo contó a nadie. Para castigar a su esposa, tendría que admitir ante otros que ella lo había golpeado. Su orgullo nunca lo permitiría.

Lysander: Las espinillas son la parte frontal de la pierna que se encuentra entre la rodilla y el tobillo.

Incluso cuando Inés le rogó el divorcio, él se negó porque no quería ser el primer príncipe heredero en divorciarse. Por eso Inés no tuvo más remedio que recurrir a la violencia. Primero lo abofeteó. Cuando eso no funcionó, incluso intentó darle en la cabeza. Su puño, adornado con el enorme anillo de su suegra, aterrizó más de una vez en su rostro. Le lanzó objetos a la cara, pero él seguía negándose a aceptar el divorcio.

Oscar toleró sus abusos durante bastante tiempo. No importaba lo que Inés le hiciera, él se mantenía firme. Si se divorciaba de ella, cargaría para siempre con la vergüenza de ser el príncipe maltratado por su princesa.

Nada era más importante para Oscar que su reputación. Había construido una imagen meticulosa, aunque en secreto tenía muchos fetiches y organizaba orgías con innumerables prostitutas, hombres y mujeres. Padecía varias enfermedades venéreas y ni siquiera podía identificar de quién había contraído cada una. Sin embargo, era un maestro del disimulo y casi nadie sospechaba de sus andanzas ocultas. Su farsa era tan eficaz que incluso llegó a engañar a Inés.

Oscar le propuso matrimonio cuando ella tenía solo seis años, y a los dieciséis ya se había casado con él, para envidia de todas las mujeres de Ortega.

Su fingida devoción despertaba admiración: —¡Miren cómo Su Alteza solo tiene ojos para usted, Su Alteza! Sus ojos rebosan afecto por usted.

Otra suspiraba: —¡Qué glorioso debe ser recibir su afecto absoluto! No puedo ni imaginar lo soñado que ha de ser. ¡Ha jurado hacer que el mundo sea suyo!

—Los matrimonios sin amor abundan en Mendoza, pero su relación ejemplar nos inspira a todos.

—No hay nadie tan apuesto como Su Alteza. Su primo, Lord Carsen, también es muy atractivo, pero lamentablemente no es tan virtuoso…

—Carsen Escalante es un mujeriego sin planes de casarse. En cambio, ¡Su Alteza es tan devoto de su primer amor!

Desde su nacimiento, Inés disfrutó de los privilegios de ser la única hija del duque Valeztena. Siempre le encantó lucir los vestidos más recientes, y el duque estaba encantado de proporcionárselos.

Era famosa por marcar las últimas tendencias en Mendoza. Todas las revistas de la ciudad alababan su seguridad y las jóvenes imitaban su estilo. Cuando sus frecuentes viajes le broncearon la piel, todas las mujeres —que antes despreciaban los tonos más oscuros y se empolvaban para lucir pálidas— cambiaron de parecer. Al cabo de unos años, el bronceado se percibía como signo de espíritu aventurero y de verdadera riqueza, reservado a quienes podían costearse una casa de invierno en regiones más cálidas.

Cuando se puso sus primeros pantalones de montar, de pronto las mujeres ya no eran consideradas incultas por usar pantalones. Si a ella se le ocurría caminar de lado una mañana o adoptar cualquier otra costumbre ridícula, las damas de la alta sociedad de Mendoza la seguían. Tal era el alcance de su influencia.

Inés siempre vivió una vida privilegiada. No solo era la única hija de la poderosa familia Valeztena, sino también la prometida del príncipe heredero. Cada día vestía los trajes más caros y se adornaba con joyas que hasta la familia imperial envidiaría. Aunque su rostro no era espectacular, el maquillaje le favorecía. Sumado a su figura impecable y al gran esfuerzo que ponía en arreglarse, su belleza dejaba asombrados a los demás.

Esa vida perfecta la satisfacía tanto que se empeñaba en volverla aún más perfecta. Presionaba a sus modistos por el siguiente vestido exótico y elegía cuidadosamente los eventos sociales más estratégicos para elevar su reputación aún más. Se mataba de hambre para lucir un torso más delgado y caber en vestidos hermosos, pero devoraba los platos en las cenas para aparentar que su figura era natural. Por la noche, discretamente devolvía el menú al retrete.

¿Así era como debía ser la vida? ¿Quería convertirse en la mujer perfecta para su esposo? ¿O había utilizado a su esposo para conseguir una vida perfecta para sí misma? Nunca tuvo respuesta para estas preguntas. Lo único que sabía con certeza era que ya había tenido suficiente.

Le costaba creer que en algún momento de su vida llegó a amar a su esposo. No podía decir si fue engañada por su farsa o por su propio narcisismo, pero lo amó durante unos cuantos años. Y esos años fueron demasiados.


Traducción: Lysander

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