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Carsen se sentía maldito. Pero en realidad nadie le había echado una maldición, así que no tenía a quién culpar mientras pasaba el resto de sus vacaciones en agonía. Si debía culpar a alguien, solo podía culparse a sí mismo por haber dicho semejantes disparates en sueños y desatar así ese torbellino de deseo hacia Inés.
Ya había renunciado a los intentos inútiles de acostarse con otras mujeres. Los cuatro fracasos anteriores habían dañado bastante su reputación. Con cuatro aún podía excusarse diciendo que simplemente no estaba de humor, pero un quinto sería el golpe final a su orgullo.
Con suerte, poner distancia física entre él e Inés haría que todo aquello desapareciera. Contaba los días para volver a su puesto en la costa de Calztela. Necesito estar lo más lejos posible de Mendoza.
Si no hacía algo pronto, acabaría de rodillas en la mansión Valeztena, suplicándole a Inés que tuviera sexo con él antes del matrimonio. Negó con la cabeza. La sola idea de rebajarse así le resultaba repugnante. Y, aun así, una vocecilla en su mente se preguntaba si ella aceptaría, siempre que le rogara con suficiente insistencia.
Suspiró con frustración y miró el asiento vacío a su lado. La familia Vicente lo había invitado a él y a su prometida al concierto, pero, como de costumbre, solo él había aparecido.
Nadie esperaba realmente que Inés asistiera cuando la invitaban. Todos los anfitriones daban por sentado su ausencia, incluso cuando Carsen se presentaba. En lo que respectaba a los eventos sociales, Inés hacía siempre lo mínimo indispensable. Rara vez aceptaba invitaciones, salvo que fueran reales. Y, aun así, en más de una ocasión había llegado a rechazar también una invitación de la realeza.
A pesar de todos los rumores sobre su insolencia, las damas de la alta sociedad de Mendoza seguían invitándola, con la esperanza de que aceptara, pues su rara presencia elevaba cualquier evento a un nivel más alto. Esta vez, Inés había decepcionado a la marquesa Vicente. Y ahora Carsen cargaba con la desagradable tarea de inventar una excusa aceptable por su ausencia.
Al menos no tenía que verla en persona. Carsen ya se sentía lo bastante torturado sin ese estímulo añadido. Su mente le advertía que no cometiera la estupidez de rogarle sexo, porque Inés jamás aceptaría tal proposición, pero su cuerpo quedaba paralizado por el deseo de arrancarle el vestido y devorarla.
Si tan solo pudiera ver cómo ese rostro severo se desmoronaba en éxtasis. Si pudiera devorar los labios que alguna vez le dijeron que no sentían nada por él. Si pudiera ver su cuerpo desnudo para comparar la realidad con sus fantasías. Esto… está empezando a ser peligroso, pensó.
De no ser por sus deberes familiares, ya habría tomado el primer barco hacia Calztela. De hecho, nunca debió venir a esa fiesta. Bastaba con contemplar el asiento vacío de Inés para alterarlo por completo.
Apenas podía prestar atención a la hija del marqués Vicente ni a los dos músicos que la acompañaban al piano. Su mente estaba ocupada en fantasías donde se arrodillaba a los pies de Inés. Con suavidad levantaría su vestido y recorrería con la lengua su pierna hasta llegar a su entrepierna. Allí, en ese lugar húmedo, suplicaría como un mendigo por una sola oportunidad de tenerla.
Carsen sintió asco de su propia fantasía. Se cubrió el rostro con las manos y dejó escapar un gemido bajo. ¿Por qué estoy rogándole en primer lugar?
Podía verlo desde otra perspectiva. En un futuro cercano, acabaría acostándose con ella. Tal como lo habían hecho los anteriores duques y duquesas de la familia Escalante. No tenía motivos para suplicar cuando ya tenía la seguridad de compartir su lecho.
Empezó a enumerar mentalmente las razones por las que no debía mostrarse tan desesperado. Primero, suplicar sería una ofensa a su orgullo. Segundo, él no encajaba con Inés; simplemente no eran compatibles. Tercero, Inés Valeztena dormiría con él de todas formas. Sin importar lo que ella sintiera por él, ya tenía asegurada una vida entera compartiendo la cama con ella. Mientras más lo pensaba, aquel matrimonio arreglado no parecía tan malo.
Un profundo suspiro se escapó de los labios de Carsen. Le inquietaba que su deseo por Inés estuviera haciendo tambalear sus convicciones más firmes. Por más que intentara contenerse con la razón, no podía frenar el ardor que sentía por ella. ¿Qué me está pasando?
—Perdón, llego tarde.
Al oír la voz de Inés, Carsen levantó la cabeza de golpe.
—Tenía planeado llegar a tiempo, pero Luciano se interpuso —explicó. Pero en cuanto notó a los presentes mirándola boquiabiertos por su aparición, guardó silencio.
Carsen también la observaba sin poder cerrar la boca. El corazón le latía desbocado. Debía de ser que su deseo ya no distinguía entre fantasía y realidad. Su corazón no respondía a otra cosa que no fuera a ese deseo. Tenía que ser eso.
Evitó sus ojos y bajó la vista, pero el borde del vestido le recordó la fantasía de más temprano, cuando se imaginaba deslizándose bajo esa tela. Sintió que la sangre se le helaba en las venas.
Inés colocó una mano bajo su barbilla y le giró suavemente el rostro hacia el frente. Carsen contuvo el aliento. Maldita sea, sus manos desnudas contra mi piel.
—¿Por qué viniste? —susurró sin girarse hacia Inés.
Ella agitó su abanico y respondió en un murmullo, sin dedicarle una sola mirada: —Vine porque sabía que tú estarías aquí.
—¿Qué significa eso…? No importa —Carsen se contuvo de seguir indagando. Se clavó las uñas en la palma de la mano para asegurarse de que no estaba soñando. El dolor punzante le recordó que no confundía la realidad con la fantasía.
Si no podía evitar a Inés, al menos esperaba que verla en persona no le recordara a la Inés de sus fantasías. Después de todo, esa Inés era una versión idealizada y sexualizada, creada para satisfacer hasta el último de sus deseos, y por tanto la verdadera Inés debía de resultar decepcionante en comparación.
Un cierto grado de deseo era algo saludable. Sería útil a la hora de engendrar herederos, pero él quería mantener su dignidad.
Desde que eran niños, ella le había recordado que debía abstenerse de ese tipo de conductas en público y preservar su dignidad. Y, en efecto, ahora era el momento en que Carsen debía aferrarse a ella.
Carsen nunca había experimentado un deseo tan desbordante. Jamás tuvo que luchar o esperar por algo en su vida, pues todo estaba a su alcance en cuanto lo deseaba. Cualquier mujer se le ofrecía antes de que pudiera llegar a ansiarla demasiado. Por eso ninguna de las demás damas le había parecido especialmente memorable. Como no planeaba casarse con ninguna, tampoco les prestaba demasiada atención. Pese a lo que Óscar pudiera decir de él, Carsen era un hombre razonable e inteligente. Entendía que era una suerte que su primer deseo serio recayera precisamente en la mujer con la que iba a casarse.
Por desgracia, aún no podía aceptar el hecho de que se veía obligado a entregarse a su prometida simplemente porque no tenía otra opción. En un mundo ideal, Carsen elegiría a su esposa por lealtad y nobles intenciones. Pero si seguía siendo incapaz de “ponerse a la altura” con otras mujeres, terminaría sintiéndose impotente en más de un sentido.
—Me disculpo por lo que ocurrió la última vez —dijo Inés—. No sé por qué, pero parecías sorprendido.
Su primer impulso fue preguntarle: ¿por qué habría de sorprenderme que no sientas absolutamente nada por mí? Se tragó el sarcasmo y trató, en vano, de encontrar una respuesta más adecuada. Lo único que pudo hacer fue clavar la mirada en los músicos frente a él.
—Por eso pensé que debía verte otra vez antes de que regresaras a tu puesto —añadió ella—. Deberíamos aclarar cualquier malentendido.
¿Malentendido? Ella había sido clara como el agua. No había confundido nada. No sentía nada por él y ni siquiera consideraba que valiera la pena molestarse en matarlo si llegaba a engañarla.
—Seguramente no hacía falta venir a este concierto solo para hablar conmigo, ¿verdad? —preguntó él con una calma fingida.
—Bueno, de lo contrario, habría tenido que organizar otra cita, y me pareció innecesario.
Carsen sintió aquello como una bofetada. —Ah, ¿entonces piensas que no merezco el esfuerzo? —replicó con dureza.
—No, es solo que no hay mucho de qué hablar en primer lugar, así que no valdría la pena… ¿Lo estoy ofendiendo otra vez, mi lord?
—¿Por qué vuelves a llamarme “Lord”?
—¿Prefieres que te diga “Teniente”?
Carsen se removió incómodo en su asiento. —Toda esta formalidad me incomoda. Déjalo ya. Haces que parezca descortés cuando lo haces.
—¿Qué te pasa hoy, Escalante?
—Por fin me escuchas.
Inés frunció el ceño. —¿Por qué estás tan desafiante?
Carsen se fijó con más atención en su rostro. Aunque había sido la protagonista de sus sueños durante semanas, era como si la estuviera viendo por primera vez.
—¿Escalante? —preguntó ella, desconcertada por su extraño comportamiento repentino.
Se inclinó hacia adelante. Su rostro quedó a escasos centímetros del de él. Carsen contuvo el aliento, aturdido por la intensidad cruda de sus emociones.
En ese momento comprendió que Inés era aún más hermosa en persona que en todas sus fantasías.
Traducción: Lysander
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