El anillo roto: Este matrimonio fracasará de todos modos - Capítulo 1

 

Prólogo

 

—¡Lord Carsen!

 

Un grito agudo lo siguió justo cuando doblaba por un pasillo. Se detuvo, con uno de sus guantes a medio quitar y el cansancio marcado en su expresión. Detrás de él, los pasos apresurados de las damas nobles que lo habían llamado resonaban por el corredor.

 

—Mis disculpas, Lord Carsen, ¿pero podría prestarnos su ayuda? ¡Lady Porteo ha sido presa de un mareo! Ay, ¿qué vamos a hacer? No somos más que frágiles damas…

 

Carsen se recolocó el guante mientras una sombra de fastidio cruzaba su rostro. Desapareció en un instante, y al girarse, las damas solo vieron el semblante impenetrable pero amable de un caballero honorable.

 

La mujer que pedía su ayuda lo miraba, como si no supiera cómo insistir. Sus ojos reflejaban el mismo arrobamiento que Carsen había visto cientos de veces antes, ya fuera en una dama de la corte imperial o en un noble envejecido buscando un juguete.

 

Su belleza deslumbrante era constante, así como el efecto que producía en hombres y mujeres por igual. Ser hijo de la familia Escalante, la más prestigiosa del Imperio Ortega, y el hombre más apuesto de Mendoza le aseguraba un lugar indiscutible en la cima de la sociedad. Si tan solo pudiera hacer desaparecer a todos los hombres calvos de Ortega para que sus miradas hambrientas no lo ensuciaran más… entonces todo sería perfecto.

 

—¿Se encuentra bien? —dijo, forzando una sonrisa perfecta sobre su rostro impasible.

 

Como oficial naval, solía aparentar indiferencia, pero eso no funcionaría aquí. Así que mantuvo sus labios en una suave curva mientras miraba a la dama noble.

 

La mujer seguía embobada, quizá hechizada por la manera en que su cabello rubio enmarcaba su rostro. Tras un instante demasiado largo, recordó su propósito y agitó la cabeza rápidamente. —Oh… yo estoy bien. ¡Pero Lady Porteo! Esperamos a un caballero amable, y ninguno aparecía. ¡Qué bendición que usted haya llegado justo en este momento!

 

Los ojos de Carsen se apartaron de la mujer común que tenía delante y se posaron en otra dama noble que se apoyaba en la pared, respirando con dificultad. Las dos damas que la acompañaban dieron un respingo al notar su mirada y comenzaron a hacer un alboroto: le masajeaban las manos y le abanicaban el rostro con movimientos exagerados, como si desearan que Carsen se fijara en ellas.

 

Al mismo tiempo, exclamaban: —¡Ay, cielos! ¿Puede respirar, Lady Porteo? ¿Se encuentra en pie? —exclamaban, con la esperanza de que él las escuchara. Si esto fuera realmente una emergencia, alguna de ellas habría corrido al salón de banquetes en cuanto la condesa se desplomó. Dado que no fue así, estaba claro que la condesa estaba perfectamente bien.

 

De hecho, aquellas damas nunca habían esperado a un caballero amable que llevara a una mujer “en apuros” a su carruaje o habitación. Habían estado esperando a Carsen.

 

Ocurría cada vez que había un banquete en el palacio. Era casi un juego: colocarse en uno de los pasillos favoritos de Carsen al salir del salón y encontrar la excusa perfecta para quedarse a solas con él.

 

—Parece estar muy indispuesta —comentó Carsen con naturalidad—. Con un gesto cortés, se inclinó hacia la condesa, que ahora se desmoronaba dramáticamente. Recordó vagamente que su difunto esposo, el conde Porteo, había fallecido un año atrás. No era de extrañar que la joven viuda ansiara un toque masculino.

 

—¿Podrá levantarse, mi Lady? —preguntó, sabiendo que no debía tocar a una mujer sin su permiso.

 

La viuda enrojeció bajo su maquillaje pálido. —Me temo que no… No me quedan fuerzas en las piernas —dijo, concediéndole su permiso sin siquiera dudar.

 

—Entonces, permítame ayudarla a ponerse de pie. Cuando Carsen extendió la mano, la mujer cayó en sus brazos. Chasqueó la lengua en silencio: demasiado ansiosa para su gusto, pero decidió seguirle el juego. Con suerte, sería más entretenida que el tedioso baile imperial. —¿Desea que la acompañe a su carruaje? —preguntó con una sonrisa aparentemente inocente.

 

La viuda titubeó, temiendo que todo su esfuerzo fuera en vano y que él simplemente la escoltara de regreso sin mayor… contacto. No supo cómo continuar la conversación.

 

Como si lo hubieran ensayado, una de las damas que fingía cuidar a la condesa dio un paso al frente. —No es necesario, Lord Carsen. Solo tiene un mareo y necesita descansar. Ir hasta la Mansión Porteo tomaría demasiado tiempo…

 

—Creo saber un lugar cercano donde la dama podría recuperar el aliento —interrumpió Carsen antes de que ella siguiera inventando excusas. El ala sur del palacio tenía salones poco frecuentados, ideales para encuentros como este.

 

Tomó a la condesa en brazos y subió hasta el tercer piso. Ninguna de las aduladoras lo siguió ni mostró preocupación por la supuesta enferma. La viuda y sus amigas eran claramente novatas en este juego. La próxima vez deberían aprender a mantener la farsa mejor… aunque a Carsen solo le interesaba ella esa noche.

 

Cuando las voces se apagaron en un murmullo, la condesa susurró vacilante: —No sé cómo agradecerle su amabilidad.

 

—Cualquier oficial ortegués ayuda a una dama en apuros. No debe preocuparse por devolver el favor —respondió Carsen.

 

La condesa lo miró con adoración genuina. —Me siento honrada y tranquila al saber que un oficial tan respetable protege las costas de Ortega. Para ser una mujer acostumbrada al poder y la riqueza, interpretó a la perfección a la dama delicada cuando era necesario.

 

Carsen Escalante de Esposa.

 

La combinación de su apariencia impecable y su uniforme naval blanco atraía a muchas damas nobles… y, de vez en cuando, a hombres celosos deseando provocar problemas. La condesa no era la excepción. Afortunadamente, su poderoso apellido lo protegía de que alguna mujer desesperada por su atractivo o un hombre envidioso intentarán atacarlo.

 

—Me sorprendió saber que el heredero de la familia Escalante se expusiera voluntariamente en el frente del Mar de Nuñera. Desde que su difunto abuelo logró un momento de paz, esos mares han estado plagados de conflictos con los piratas de Tala. Escuché que se alistó para continuar con el legado de su familia…

 

La condesa había hecho su tarea. Recitaba la historia naval que había memorizado para impresionarlo, olvidando por completo su fingida debilidad de dama enferma.

 

—Mi difunto abuelo siempre decía que el mayor honor viene acompañado de la mayor responsabilidad —dijo Carsen con determinación ensayada, una frase que repetía con innumerables mujeres y que siempre funcionaba.

 

Al enterarse de que no solo era increíblemente apuesto, sino también responsable e inteligente, la condesa Porteo comenzó a respirar con más fuerza por su deseo hacia este espécimen perfecto. Abrumada por su atracción, de repente se lanzó fuera de sus brazos y casi lo derriba.

 

Carsen retrocedió con cautela. —Lady Porteo —intentó calmarla—, estamos demasiado expuestos aquí…

 

—No, justo aquí está bien —dijo jadeando la viuda, olvidando completamente su farsa de desmayo y atacándolo con fervor.

 

—Al menos deberíamos entrar… —Carsen fue interrumpido nuevamente por sus labios hambrientos, mientras intentaba guiarla hacia una habitación cercana.

 

—No, está demasiado oscuro adentro. Hagámoslo aquí afuera —insistió ella.

 

Carsen apenas alcanzó a decir media frase: —¿Qué tiene de malo la oscuridad…?

 

—Tu uniforme. Necesito verte con tu uniforme —respondió ella, casi desquiciada por su fetiche. Bajó su vestido hasta la cintura; sus pechos temblaban a la débil luz, tentando a Carsen a acercarse.

 

Suspiró, preguntándose por qué todas las mujeres parecían perder la cabeza al verlo. ¿Era su rostro hermoso? ¿El prestigio y poder del apellido Escalante? ¿O la combinación de ambos?

 

Como heredero, Carsen eventualmente recibiría el título de su padre. De las diecisiete familias con título otorgado por la Familia Imperial Ortega, los Escalante se encontraban entre las más poderosas. Nacido con ese poder y una belleza que fascinaba a cualquiera a seis pies a la redonda, Carsen había acumulado atención femenina, envidia masculina e incluso avances atrevidos de mujeres que querían desnudarse en un pasillo pese a su carácter reservado. A los quince años, estaba rodeado de damas en la flor de la vida. A los diecisiete, era seguido por admiradoras a donde fuera. Y al enlistarse en la marina, había dejado atrás a las jóvenes y desarrollado gusto por mujeres más maduras, menos pegajosas.

 

A los veintitrés años, el mundo estaba a sus pies.

 

Carsen tomó a la condesa en brazos y la presionó contra la pared mientras sus lenguas se entrelazaban. La calificaría con un sólido siete sobre diez. La pasión de su desesperado beso compensaba su técnica patética. Normalmente jamás habría hecho algo tan arriesgado en público, pero quizá no estaba tan mal. Además, ella merecía un premio por todo el esfuerzo puesto en esta aventura de una noche.

 

Carsen tomó sus pechos y llevó sus labios por su cuello. Su rostro se derretía en éxtasis. Con una mano abotonaba su uniforme y con la otra se subía el vestido. No le molestaba la obsesión de la condesa con su uniforme; mantenerlo puesto le ahorraba la molestia de vestirse después del encuentro. Era un pequeño beneficio de haberse alistado en la marina.

 

Aunque la condesa seguía parloteando, él no escuchaba ni una palabra y se concentraba únicamente en su cuerpo. Murmuraba respuestas sin sentido de vez en cuando, mientras notaba que ella mencionaba el nombre de alguien varias veces. Entonces, de repente, aquel nombre evocó un rostro familiar en su mente:

 

Inés Valeztena de Pérez.

 

La imagen del rostro severo e inexpresivo de su prometida bastó para apagar cualquier estímulo físico. La excitación de Carsen desapareció al instante y su impecable rostro se frunció en un ceño.

 

La condesa Porteo continuó con su inoportuna charla: —Inés, tu prometida, no te merece. Qué mujer tan simple, tan insípida. Puede ser de una familia prestigiosa, pero su personalidad es tan aburrida como su rostro…

 

Carsen miró la pared por unos segundos, evitando los labios de la viuda.

 

—Sería más adecuada como monja. ¿Cómo puede no sentirse atraída por un hombre perfecto como usted…? —La condesa se detuvo a mitad de frase.

 

Carsen siguió su mirada, curioso por la causa de su repentina pausa. Allí estaba Inés Valeztena, observándolos con indiferencia, su expresión tan apagada e insípida como la de una monja. Carsen llevaba diecisiete años comprometido con ella, y ahora, por primera vez, la veía descubrirlo con otra mujer entre sus brazos.

 


 

Traducción: Lysander

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